CAPÍTULO 1
ATENAS, 1909
“¡Violeta! Es hora de irse”.
Violeta Warren, de diecinueve años, suspiró y miró por encima del hombro a su padre, Hiram, que estaba de pie en la puerta de la tienda, mirando su ostentoso reloj de bolsillo con aire de impaciencia.
“Un momento, padre”, instó Violeta, frotándose las manos para disipar el polvo arenoso que se había acumulado al tocar un objeto fascinante tras otro. “Todavía no he seleccionado mi recuerdo”.
“No entiendo”, dijo su madre Charlotte, con la cabeza apenas visible por encima del hombro de papá, “por qué no has podido encontrar un recuerdo en las tiendas y mercados que ya hemos recorrido. ¿Qué tiene de especial esta vieja y polvorienta trampa de fuego?”
El propietario, que estaba reorganizando fragmentos de jarrones en el escaparate de la parte delantera de la tienda, resopló con rabia entre sus enormes bigotes.
“Esas son baratijas para turistas, madre”, dijo Violeta. “No me interesa traer algo hecho la semana pasada y pintado para que parezca antiguo”.
“Bueno”, dijo el padre, “el barco sale en dos horas, estemos o no en él, y mi objetivo es estar en él”.
“Lo entiendo”, aceptó Violeta, “pero ya he hecho la maleta esta mañana y la he bajado con el portero. Sólo dame diez minutos, ¿quieres, por favor?”
“Cinco”, dijo el padre, “y ni un momento más”.
Poniendo los ojos en blanco, Violeta estornudó con la nariz llena de polvo y echó un vistazo a la estantería, buscando frenéticamente cualquier cosa que le hiciera recordar las maravillosas sensaciones que había tenido al explorar todas aquellas ruinas antiguas.
Por fin, algo atrajo su mirada: un trozo de cuero leonado, casi oculto tras una estantería llena de fragmentos de cerámica rotos. Deslizando la cerámica de color rojo apagado y azul intenso a un lado, metió la mano en las profundidades. Revolvió al menos dos telas de araña y dejó un dibujo en forma de brazo en el polvo antes de que su mano se cerrara en torno al cuero.
Sus dedos hormiguearon ante el material caliente como la carne. Lo sacó, le quitó una gruesa capa de suciedad y miró la superficie bruñida. Ahora que podía verla con más claridad, no se parecía en nada a la piel humana. También se sentía como una piel (fina y rasgada), con una superficie estampada con símbolos que nunca había visto. Parecían una forma primitiva de hierática egipcia, pero los símbolos no se correspondían con ninguna hierática que ella hubiera visto.
Con el corazón palpitante, Violeta abrió suavemente la tapa. Las bisagras de cuero crujieron, pero aguantaron. En su interior, las hojas de papiro, desgarradas y desiguales, contenían un texto en la misma extraña hierática junto con lo que parecía ser un conjunto de dibujos sofisticados y a la vez primitivos, como los que había visto en un artículo sobre una cueva en España. Su belleza le robó el aliento.
“¡Violeta!” Padre gritó, “tu tiempo se acabó. Vámonos”.
Violeta inhaló para responder y una espesa nube de polvo se levantó, haciéndola toser. Cerró el libro con reverencia, lo llevó a la entrada de la tienda y se lo entregó a la dueña para que pudiera sacar su pañuelo y limpiarse los ojos.
“¿Quiere comprar esto?”, preguntó el hombre en un inglés muy acentuado.
“Sí”, respondió Violeta en un griego aún más roto. “¿Cuánto es?”
El hombre le dio un precio que la hizo atragantarse de nuevo, pero sin reservas, sacó un rollo de dólares y se lo entregó.
La avaricia iluminó los ojos oscuros. El hombre cogió el dinero, se acarició la barba y extendió el libro.
Violeta lo cogió y corrió hacia la entrada. “Ya estoy lista, padre”, roncó.
El padre miró el libro con una expresión agria, frunciendo su delgado bigote. “¿Esto es lo que me has arrastrado por toda Atenas para encontrar? Has ignorado las estatuas, las pinturas, los tejidos (cualquier cosa con algo de belleza o estilo) y has comprado un libro. Violeta, me temo que nunca encontrarás un marido a este ritmo”.
Violeta se encogió de hombros. “No me importa”.
El barco silbó, su llamada resonó en todos los edificios de la ciudad.
“Démonos prisa”, instó el padre. Tomó el brazo de su esposa y la acompañó por las calles irregulares.
“Démonos prisa, pero con cuidado”, respondió mamá. Todavía tenemos más de una hora para caminar sólo unas pocas cuadras. No hay necesidad de tropezar”.
“Sí, estoy de acuerdo”, añadió Violeta, con los ojos pegados a su libro, sin mirar por dónde iba.
“Concederé la necesidad de tu madre”, dijo Hiram sin rodeos a su hija, “pero no la tuya. Puedes quedarte mirando ese maldito libro durante semanas mientras navegamos por el Atlántico. Mientras tanto, pisa fuerte. Has arrastrado a tu madre por esta ciudad más de lo que es bueno para ella en su... cond...”
“Hiram, detente”, instó Charlotte. “Los médicos dicen que mi enfermedad ya está controlada. Es probable que me recupere por completo”.
Violeta escuchó la falsa confianza en la voz de su madre. No lo hará, reconoció con tristeza. Se debilita cada día. Este será nuestro último viaje como familia. Yo ya soy mayor, y mamá es... Su mente se desvió de ese pensamiento indeseado.
Se dirigieron a los muelles y se unieron a una multitud de turistas sudorosos y preocupados por cargar para el largo viaje de vuelta a casa.
Este va a ser un viaje largo, triste y pesado, pensó Violeta. Al menos tengo mi libro para hacerme compañía.