3
~ El punto de vista de Isabella
—¡Eres una niña torpe e inútil! —rugió mi padre adoptivo, con la cara roja de furia—. ¿No sabes hacer nada bien? ¡No eres más que una carga, una excusa patética e inútil para ser hija!
Mi madre adoptiva se unió a la conversación, alzando la voz con furia. «Te acogemos, ¿y así nos pagas? ¿Rompiendo todo en la casa? ¡Quizás deberías estar en la calle, donde perteneces!»
Quise disculparme, suplicar perdón, pero tenía un nudo en la garganta y no podía hablar. Las lágrimas me llenaron los ojos, nublando mi visión mientras me agachaba para recoger los pedazos rotos del plato. Pero al intentar alcanzarlos, mi padre adoptivo me agarró la muñeca con fuerza y dolor.
—¿Quieres romper cosas? —gruñó—. Bien. A ver qué te parece cuando se rompen las cosas.
Antes de que pudiera reaccionar, tiró de mi mano hacia adelante y la presionó contra los fragmentos afilados y rotos del plato. Grité de dolor cuando los fragmentos se clavaron en mi piel, cortándome profundamente. Mi madre adoptiva estaba allí, con los brazos cruzados y una sonrisa cruel en los labios mientras observaba.
—¡Para! —supliqué, con lágrimas corriendo por mi rostro—. ¡Por favor, para!
Pero no se detuvieron. Mi padre adoptivo empujó con más fuerza, aplastándome la mano contra el cristal roto, y sentí cómo los fragmentos me atravesaban la carne. Un dolor agudo e insoportable me recorrió el brazo y grité.
—Te lo mereces —siseó, con la voz cargada de veneno—. Quizás esto te enseñe a ser menos inútil.
Mi madre adoptiva asintió, sin que su sonrisa se desvaneciera. «Tienes que aprender a encontrar tu lugar», dijo con frialdad. «No eres especial, Bella. Solo eres una inútil, y siempre lo serás».
El dolor era insoportable, pero lo peor eran sus palabras. Cada una era como una daga en mi corazón, desgarrándome por dentro. Me sentía tan pequeña, tan indefensa, tan completamente rota.
Cuando mi padre adoptivo finalmente me soltó la muñeca, retiré la mano, acunándola contra mi pecho. La sangre goteaba de mis dedos, manchando el suelo, y todo mi cuerpo temblaba de dolor y miedo.
—Recoge este desastre —ordenó mi madre adoptiva con voz cortante y cruel—. ¡Y no te atrevas a sangrar en el suelo!
Asentí, conteniendo los sollozos que amenazaban con escapar. Me dolía la mano, pero me obligué a moverme, a empezar a recoger los pedazos rotos, con cuidado de no volver a cortarme. Sabía que si no hacía lo que me decían, solo empeoraría.
Mientras limpiaba, no podía evitar las lágrimas. Me sentía tan atrapada, tan perdida en esta pesadilla de una vida que parecía no tener fin. Cada día era una nueva lucha, un nuevo dolor que soportar. Y ahora, más que nunca, necesitaba aferrarme a la pequeña chispa de esperanza que Jack me había dado, aunque no la comprendiera del todo.
Pero a medida que la sangre de mis heridas se mezclaba con el agua jabonosa, esa chispa parecía desvanecerse. Y no sabía cuánto tiempo más podría aguantar.
Sentía que la cabeza me daba vueltas, la habitación se balanceaba a mi alrededor mientras luchaba por mantenerme en pie. El dolor en la mano era intenso; los cortes de los platos rotos me picaban y ardían con cada movimiento. No podía respirar. Sentía una opresión en el pecho y sabía que necesitaba salir de allí.
Sin pensarlo, me di la vuelta y salí corriendo hacia la puerta. Mis pies se movían más rápido de lo que creía posible, impulsados por el miedo y la desesperación. No me detuve a agarrar nada ni miré atrás mientras atravesaba la puerta mosquitera y salía al fresco aire nocturno. Oí a mis padres adoptivos gritar detrás de mí, pero sus voces se desvanecieron mientras corría.
Corrí tan rápido como mis piernas me permitieron, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y los pulmones ardiendo con cada respiración. El mundo a mi alrededor se desdibujaba, mi visión se nublaba por las lágrimas y el mareo. Solo necesitaba escapar, escapar de la crueldad que parecía rodearme. Mis pies sabían exactamente adónde ir, guiándome por el sendero familiar del bosque.
No me detuve hasta llegar al río. El mismo río donde había pasado tantas horas, buscando consuelo en su suave fluir y el susurro del viento entre los árboles. Al acercarme a la orilla, me dejé caer de rodillas sobre la hierba húmeda.
Apreté mi mano herida contra el pecho; la sangre aún goteaba de los cortes y se mezclaba con las lágrimas en mis mejillas. Me sentía completamente destrozada, tan perdida en este mundo cruel que parecía ofrecerme solo dolor. Quería gritar, clamar por la injusticia, pero no salía ningún sonido. Solo silencio, roto por el suave susurro de las hojas al viento.
¿Por qué me odiaban tanto? ¿Qué había hecho para merecer esto?
Las preguntas rondaban en mi mente, cada una más dolorosa que la anterior. Deseaba poder desaparecer, desvanecerme en la noche y no tener que volver a enfrentarme a este mundo. No quería volver.
Miré mi mano herida, observando cómo la sangre goteaba hacia el río, arrastrada por la corriente. Fue extraño, casi tranquilizador, ver cómo el agua borraba lentamente la evidencia de mi dolor. Por un momento, me permití imaginar que también podía borrar todo lo demás. Todo el dolor, todo el miedo, toda la soledad.
Sentado junto al río, la idea empezó a tomar forma en mi mente, lentamente al principio, como un susurro lejano. Pero cuanto más permanecía allí, más clara se volvía, hasta que era lo único en lo que podía pensar.
Huyendo.
¿Por qué no lo había considerado antes?