Cinco días después, justo cuando el alba apenas comenzaba a colarse por los ventanales, Karen escuchó el golpeteo en su ventana. Sonrió al instante. Era un sonido familiar, uno que siempre la hacía sentir viva. Se levantó en silencio, cruzó la habitación en puntas de pie, y abrió para encontrarse con él: Deivis, cubierto de tierra y con los labios ansiosos por encontrar los suyos.
Había llegado a las cinco de la mañana, como un soldado volviendo del frente de batalla, con la piel cansada pero el alma encendida.
—No abras los ojos, chocolate rico. No seas tramposo —murmuró ella con voz juguetona, inclinándose sobre su rostro, cubriéndole los ojos con un trozo de tela.
Él rió, entregándose a su juego.
—Cariño, ¿qué haces? —preguntó con curiosidad, aún con los párpados sellados por la imp
