El batido de sentimientos con el que mi boda estaba cerrando fue tal que le use de excusa para sentarme en el banco escondido del patio. Quería estar sola, pero Michel no me dejó, se sentó a mi lado, y tomó mis manos. Como había dicho, estaba sedienta de amor, por lo que fue mi sed la responsable de que descansase mi cabeza en su hombro por un largo rato. Estaba tan cansada de todo lo que había hecho ese día y noche que era imposible para mí imaginar montándome en un avión para cruzar un océano e ir a Grecia para la luna de miel. Sin embargo, cuando los ruidos de la hora loca retumbaron por alguna parte, Michel me pidió que volviésemos a la fiesta. Para despedir a todos y fingir que nada había pasado allí. Dudaba que semejante chisme no se hubiese esparcido ya, pero al él mencionarme que

