**ALONDRA** Cuando llegamos al edificio —un rascacielos de cristal que reflejaba el sol de la tarde como si fuera la torre de algún villano de película—, mi amiga se bajó del auto con la gracia de alguien que definitivamente no había pasado horas practicando cómo salir elegantemente de un vehículo. —Te veo después, amiga —dijo, dándome un abrazo que olía a perfume caro y buenas decisiones de vida. —¿No subes? —le pregunté, extrañada. En mi cabeza ya me había imaginado presentándosela a Alexander como “mi amiga increíble que básicamente me salvó la vida hoy”. —No. Mi oficina está en la sección de la fundación, en el otro edificio —dijo, señalando una construcción más pequeña, casi oculta detrás del gigante de cristal, como el hermano menor que siempre vive a la sombra del exitoso—. I

