**ALONDRA**
¡No puedo creerlo! Las lágrimas me corren por las mejillas, pero esta vez no son de tristeza, ni de frustración, ni de esas que uno derrama en silencio por las noches cuando nadie te ve. No. Hoy son de pura, desbordante y electrizante alegría.
Tengo el correo abierto frente a mí, en la pantalla parpadeante de mi viejo portátil, el mismo que se ha colgado mil veces, el que sobrevivió a trabajos escolares, desvelos y sueños postergados. Y ahí está. Una palabra que brilla más que el sol en pleno verano: “¡Felicidades!”
¡Pasé! Pasé el examen de admisión de la Universidad de Stanford.
Mi corazón late tan rápido, tan fuerte, que siento que va a romperme el pecho. Mis manos tiemblan, mis labios apenas pueden articular sonido. Es el sueño de toda mi vida. Stanford. Ese nombre que parecía reservado para los genios de las películas, para personas con apellidos de prestigio o vidas sin tropiezos.
Y ahora, ese lugar que siempre me pareció tan lejano como la luna… me está esperando. Como si el universo se hubiera puesto de acuerdo para regalarme el día más feliz de mi existencia, suena mi teléfono. Vibra sobre el escritorio con insistencia. Veo el nombre en la pantalla y sonrío. Biby. Mi mejor amiga, mi cómplice, mi alma gemela.
Contestó con la voz temblorosa, la garganta apretada por la emoción.
—¡Alondra! ¡Lo lograste! —grita ella sin siquiera saludar. Su voz está cargada de una alegría genuina, contagiosa, de esa que solamente nace en quien celebra tus logros como si fueran propios—. ¡Sabía que lo harías! Te lo dije, ¿verdad? Te dije que Stanford no sabría lo que le espera contigo allí.
Intento responder, pero las palabras se me enredan entre las lágrimas.
—Biby… no sabes lo que siento… ¡Pasé el examen! —logré decir, mi voz rota, envuelta en un mar de emociones.
—¡Claro, qué pasaste, Alondra! ¡Si eres la más inteligente que conozco! No hay nadie que lo merezca más que tú. Y te tengo otra noticia… papá y mamá están tan orgullosos que ya tienen tu regalo de graduación preparado.
Mi corazón se detiene un segundo. ¿Un regalo?
El papá de Biby. Ese hombre que ha sido más que un adulto amable en mi vida. Él fue quien me abrió las puertas de su casa cuando yo necesitaba un refugio. Que me llevó libros cuando nadie lo hacía. Que me impulsó a soñar en grande cuando hasta yo misma tenía miedo de hacerlo.
Mi pecho se aprieta, pero esta vez por una ternura que me desborda. A ese hombre le debo gran parte de lo que soy hoy. Sin sus consejos, sin su fe ciega en mí, quizás nunca habría tenido el valor de intentarlo siquiera.
—¿Un regalo? —pregunté, todavía sorprendida, limpiándome las mejillas—. ¿Qué regalo?
Biby se ríe, esa risa dulce y alegre que tantas veces me ha devuelto el ánimo.
—No te lo voy a arruinar, tienes que venir a casa a verlo. Pero te adelanto algo: vas a llorar aún más.
Y yo ya estoy llorando. Pero no me importa. Hoy, cada lágrima es una celebración. Hoy, el mundo se siente posible. Hoy, mi nombre y el de Stanford están en la misma oración. Cuando Biby me cuenta su sorpresa, el mundo entero se detiene. Como si el tiempo se deshiciera en partículas de luz y sonido, flotando a mi alrededor sin tocarme.
—Alondra… —dice con una suavidad que solo anuncia algo grande—. Mis papás te dieron una beca completa para Stanford.
Me quedo congelada. Literalmente. Mis labios se abren apenas, pero no hay palabras. El corazón se me agita como si hubiera echado a correr sin previo aviso.
—Dijeron que, ya que pasaste el examen, ellos cubrirán el resto. No querían que nada —nada— te impidiera ir a la universidad de tus sueños. Que te lo mereces. ¿Qué te lo ganaste?
Me llevo la mano a la boca. No para contener un grito, sino para sostener la emoción que me desborda. Una beca completa. La palabra retumba en mi mente como un eco sagrado. Ella se despide con prisa.
No sé si estoy llorando, riendo, o simplemente dejando que algo dentro de mí se rompa para dar lugar a una nueva versión de quien soy. Es como si todas las noches sin dormir, todos los sacrificios, todos los “no puedo” que transformé en “si lo haré”, cobraran sentido.
Biby me conoce. Sabe que no estoy aquí por suerte. Que mi lugar en Stanford no es un regalo del destino. Lo gané con mi esfuerzo, con las veces que dije “no” a fiestas, con los libros subrayados y los codos gastados sobre la mesa. Su familia no me está salvando. Me están dando el último impulso, ese empujón que la vida a veces les niega a los que no nacen con todas las piezas del rompecabezas.
Me miro en mi viejo espejo, ese que tiene un borde despostillado y manchas que ya no salen, pero que me ha acompañado en cada etapa. Me vuelve la imagen de una chica con un vestido de segunda mano y el cabello recogido en la carrera. Pero hay algo diferente.
La sonrisa que llevo es tan brillante que parece tener luz propia. Sí, es cierto: no tengo ropa de marca, ni un dormitorio decorado con estilo, ni lujos que mostrar. Pero tengo algo que nadie me puede quitar: esta felicidad construida a base de esfuerzo.
Y justo cuando el momento parece insuperable, Biby llega como una ráfaga de viento alegre, abriendo la puerta con su energía inconfundible. Tiene una bolsa de papel en la mano y los ojos le brillan de emoción.
—¡Alondra! ¿Qué haces? ¡Aún no te has cambiado! —dice, con una risa nerviosa y entusiasta—. ¡Tenemos que irnos! Mis papás insisten en que cenes con nosotros esta noche. Es tu noche también.
—¿Irnos a dónde? ¿Así, cómo estoy? —indagué, sin entender del todo.
Biby se acerca y me pone la bolsa en las manos.
—Abre eso.
Obedezco, todavía envuelta en un torbellino de emociones. Dentro hay una blusa de seda color marfil, suave como una caricia, y una falda plisada color vino que parece sacada de una revista.
—Biby… no. No puedo aceptar esto. Es demasiado.
Intento devolverle la bolsa, el corazón en un puño. Pero ella da un paso atrás, con determinación. —¡No, no, no! Este es un regalo de graduación, Alondra. Mi mamá y yo lo elegimos juntas. No hay forma de que me lo devuelvas. Ni lo intentes.
—Pero… —empiezo a decir.
—Shhh —me interrumpe, sonriendo con ternura—. Tú has dado tanto, has sacrificado tanto. Esta noche no se trata de lo que mereces. Se trata de celebrarte.
Mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas, pero ya ni me importa. —Gracias, Biby… —susurré, con la voz quebrada.
Me pruebo la blusa. Luego la falda. Me miro otra vez en el espejo. No me reconozco del todo. O, mejor dicho: me reconozco por fin. Es como si viera por primera vez la mujer en la que siempre soñé convertirme. Por un momento, me siento como una princesa. Pero no una de cuentos, esperando ser rescatada.
No. Soy una princesa que forjó su corona con esfuerzo, con constancia, con sueños que se negaron a morir. Y esta noche, estoy lista para brillar.