**ALONDRA**
Antes de que pudiera dar un paso hacia atrás o siquiera respirar, ese hombre cruzó la habitación en dos zancadas. El movimiento fue tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. Antes de que pudiera escapar, me empotró contra la pared con fuerza, sujetándome con firmeza, con su antebrazo presionando contra mi hombro, inmovilizándome en un silencio brutal. Respire su aroma de macho. Me encantó.
El aire salió de mis pulmones en un suspiro ahogado. Su voz, ronca y profunda, resonó en la habitación, cargada de una furia contenida que parecía helar el ambiente.
—Estoy cansado de que me acosen —me dijo, su mirada ardiente, atravesándome como cuchillas—. ¿Quién te dejó entrar aquí? Lárgate. Dile a mi hermana que me estoy cansando de estos juegos.
Me quedé paralizada, incapaz de pensar, de reaccionar. Solo sentía el peso de su brazo, la dureza de la pared contra mi espalda, y el latido salvaje de mi corazón golpeando con fuerza en mi pecho. La tensión era tan densa que parecía envolvernos, un silencio pesado que solo era roto por la respiración agitada de ambos. ¿Acosar? ¿Qué estaba pasando?
Intenté hablar, pero mis labios solo temblaban, su boca muy cerca de mi oído, como si el miedo me hubiera atrapado en un silencio opresivo. Me obligué a respirar lentamente, recordando que aún tenía voz, que no era culpable de nada.
—Soy Alondra… la amiga de Biby, se ha equivocado, soy inocente de su acusación. —susurré, con la voz rota por el pánico y la sensación que comprimía mi pecho—. Me perdí buscando el baño… lo juro. —Levanté mi mano para jurar.
Un silencio pesado, casi tangible, se instaló entre nosotros, denso como plomo fundido. Su mirada es hermosa ¡¡Dios!! Estoy enamorada.
Sus cejas se fruncieron, y en sus ojos algo cambió, como si finalmente lograra ver más allá del susto inicial. Su mirada bajó lentamente, posándose en mi ropa modesta, en mis manos temblorosas. Y entonces… dio un paso hacia atrás, como si de repente la presencia de alguien vulnerable le resultara incómoda.
El contacto se rompió, y el aire volvió a llenar mis pulmones, aunque aún sentía el pulso acelerado en mi pecho. Traté de tranquilizarme, pero ese aroma permaneció impregnado en mí.
—Mierda… —murmuró, apartándose con rapidez—. Creí que eras otra de… olvídalo. Retírate y para la próxima toca antes de entrar a una habitación, no sabes con qué peligro te puedes topar.
Me llevé una mano al pecho, intentando calmar el temblor en mis piernas. La confusión aún nublaba mi mente, y no podía creer lo que acababa de suceder. Ese hombre me ha robado todo, mi mente, mi corazón y los deseos de entregarme.
—¿Tú… eres Alexander Sterling? —pregunté, con la voz casi en un susurro, incapaz de contener la curiosidad y el temor.
Él me miró, esa misma mirada intensa, pero ahora marcada por la duda y la incomodidad.
—¿Y tú… eres la becada? La mejor amiga de mi sobrina —dijo, su voz más fría, más cautelosa.
—Esa misma, soy yo.
—¿Entonces qué esperas? ¿Vete o quieres que me vista delante de ti?
—¿Se puede? —en eso me doy cuenta en lo que he dicho— Disculpa, ya me voy, no lo molesto más.
En ese instante, el silencio entre nosotros se volvió aún más incómodo, como si ambos supiéramos que aquel encuentro era solo el comienzo de algo mucho más complicado. Se detuvo en seco, como si el tiempo se hubiera congelado a su alrededor.
Él permaneció en silencio unos segundos, sus ojos oscuros fijos en los míos, como si midiera cada palabra, cada respiración. Su ceño fruncido reflejaba incredulidad, fastidio, pero ya no había amenaza en su expresión, solo una confusión profunda.
Y, sin embargo, en ese instante, apenas podía respirar. Mi mente me decía: “lárgate Alondra”, pero mi cuerpo no se movía embobada por él.
Lo miraba como un príncipe bajando de su caballo, así me lo imaginé. De una belleza que dolía en el alma, que hacía que el corazón latiera más rápido y el aire se volviera insuficiente. El cabello aún húmedo, gotas deslizándose por su cuello, como si el propio verano lo hubiera besado. El pecho, fuerte y firme, con pequeñas gotas de agua que parecían haber sido trazadas por un artista, como si el sudor del Olimpo lo reclamara. La toalla blanca, ajustada a sus caderas, casi a punto de deslizarse, como si la gravedad misma luchara por no traicionarlo.
Y su aroma… Dios, su aroma. Jabón, madera, un toque de algo masculino, profundo y envolvente. Un olor que parecía detener el tiempo, que me hacía olvidar cómo respirar con discreción, que me dejaba sin palabras y sin aliento.
Entonces lo comprendí. Ese no era un desconocido cualquiera. No era un huésped en casa de Biby, ni un modelo escapado de una portada. Era ese tío, Alexander Sterling. No el anciano amable y paternal que había imaginado como el benefactor de mi beca.
No. Era su tío… joven, arrogante, intenso. Un hombre tan real como intimidante. Y en ese instante, me había llamado acosadora. Y me había empotrado contra una pared. ¡¡Tierra trágame!! Pero este papacito no lo dejaré en paz.
Sentí cómo las piernas me temblaban, como si el suelo se desvaneciera bajo mis pies. Quería moverme, lo juro, pero este cuerpo no quería alejarse de él. Su mirada me decía que me fuera, pero yo ahí insistiendo internamente en que mi cuerpo se moviera.
Tragué la saliva, la garganta seca, como si acabara de cruzar un desierto de confusión y adrenalina. Mi corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar por mis costillas, o advertirme de que algo en mí había cambiado para siempre.
Miedo. Vergüenza. Y algo que no quería nombrar. Me obligué a hablar, aunque lo que salió fue un torrente torpe, impulsado por el pánico.
—Lo siento, de verdad. —mi voz se quebró, mis manos temblaban en el aire, como si pudieran ayudarme a ordenar mis pensamientos—. No era mi intención invadir… ni verte… así. Ya sabes… tus pectorales… y, ¡qué pectorales, por cierto…!
Me detuve, estoy hablando boberías, temiendo lo que había dicho. Un silencio mortal llenó la habitación, denso y opresivo.
—¡Perdón! —exclamé, llevándome una mano a la cara, como si pudiera esconder mi vergüenza—. No quise decir eso. Se me escapó. Literalmente, se me escaparon las neuronas.
¿Yo dije “pectorales”? En voz alta. “Tierra, trágame”. Mi frase favorita cuando estoy muy nerviosa.
Mis ojos se desplazaron frenéticamente, como si buscaran una salida de emergencia: del rostro impasible que parecía medir cada uno de mis movimientos, a la toalla que colgaba en la pared (¡error!), luego a mis pies, y finalmente, de nuevo a él, que permanecía allí, inmóvil, observándome con una calma desconcertante. Era como si no supiera si reírse, echarme del país o simplemente disfrutar del espectáculo.
Y entonces, sucedió. Una leve sonrisa surgió en sus labios, apenas una curva fugaz en la comisura. Tan breve que dudé si había sido producto de mi imaginación, un reflejo de mi desesperación. Pero no, lo vi. Lo juro: lo vi claramente.
—El baño está al otro lado del pasillo —dijo finalmente, con su voz grave, aunque ahora más calmada. Aun ronca, sí… pero sin esa dureza que había tenido antes.
No esperé más. Ni siquiera lo miré otra vez. Me giré sobre mis talones y salí como si el infierno me persiguiera. Mi rostro ardía, las mejillas se sentían como brasas encendidas. Caminé por el pasillo con el corazón a punto de estallar, conteniendo la risa nerviosa, las lágrimas, la humillación… y esa extraña mezcla de emociones que me había invadido en aquel instante: la confusión, el miedo, y algo más, algo que no lograba nombrar, pero que latía con fuerza en mi pecho.