**ALONDRA**
Corrí por el pasillo sin mirar atrás, como si al hacerlo pudiera escapar no solo de la vergüenza, sino también de la intensidad de lo que acababa de vivir. La respiración me faltaba, y cada paso resonaba en mis oídos como un latido desesperado. Al final, encontré la puerta correcta —la del verdadero baño— y entré de golpe, cerrándola con un clic urgente que sonó como un disparo en el silencio. Me apoyé contra ella, intentando recuperar el aliento, sintiendo cómo el corazón golpeaba con fuerza en mi pecho.
No podía creerlo: su rostro, su cuerpo, su voz. Y esa sonrisa leve, ahora más abrasadora que su mirada de enojo. Apoyé la frente en la madera fría, buscando calma en la superficie dura. Un gemido contenido se escapó de mis labios. ¿Qué había hecho? ¡¿Quién habla de “pectorales” en medio de una disculpa?! Me cubrí la cara con las manos, deseando que ese encuentro pudiera borrarse del tiempo, como si fuera una escena eliminada de una película que no quería volver a ver.
“Alondra, qué mala impresión has dado”
Unos segundos de autocastigo me parecieron eternos. Luego, con un esfuerzo consciente, me obligué a moverme. Lavé mi rostro con agua fría, dejando que el frescor apagara, al menos un poco, el incendio que ardía en mis mejillas. Me miré en el espejo, buscando alguna señal de que todo seguía en orden. Los ojos aún brillaban, pero al menos no parecía haber sobrevivido a una explosión nuclear. Me sequé con una toalla impecablemente doblada y me hablé en voz baja, como si pudiera convencerme.
—Tranquila, Alondra. No pasó nada. Nadie lo sabrá. Olvídalo. Actúa normal, no lo mires directamente para que no noten que estás enamoradísima de él.
Con un suspiro, me recompuse lo mejor que pude y salí del baño. Caminé con la dignidad que me quedaba, intentando que mi rostro reflejara calma. Al volver al salón, las luces cálidas, las risas suaves y el aroma a cena recién servida contrastaban con el torbellino que aún latía en mi interior.
Biby me vio y levantó una mano, radiante. “Como quien dice, ven aquí, Alondra”
—¡Alondra! ¿Todo bien? —preguntó, acercándose, con esa energía suya que siempre parecía abrazarte antes de que ella misma lo hiciera—. Te tardaste un poquito, ¿te perdiste?
Tragué saliva, tratando de ocultar el torbellino de pensamientos. Ensayé una sonrisa, aunque aún temblaba en mis labios.
—Sí… me perdí un poco. Tu casa es un laberinto de lujo. Casi terminó en Narnia.
Ella soltó una carcajada y me tomó del brazo, como si quisiera anclarme en ese momento.
—¡Ya sé! A mí me pasaba igual los primeros días. A veces ni sé si estoy en la cocina o en un museo.
Y en medio de esa risa compartida, una chispa de alivio empezó a calar en mí, recordándome que, quizás, solo quizás, podía seguir adelante, un paso a la vez. Sus padres, sentados en el salón, se giraron hacia mí con una sonrisa cálida y sincera. Me obligué a mantener la compostura, a no dejar que la emoción me delatara. La madre de Biby me guiñó un ojo con ternura, y su padre me observó con una expresión serena, casi paternal, transmitiéndome confianza y aceptación.
—Alondra —dijo él, con una voz profunda y amable—. Es un verdadero alivio saber que tú y Bibiana estarán juntas en la universidad. Siempre hemos querido que tenga cerca a alguien como tú: alguien con principios, con cabeza… y con corazón. Espero que le ayudes en sus materias.
Sus palabras me atravesaron el pecho, tocándome de verdad. No eran simples cortesías vacías; sentí que me estaban viendo, que me valoraban. Por un instante, una sensación cálida me invadió, como si, a pesar del caos que acababa de vivir, hubiera encontrado un lugar donde pertenecer.
—Gracias, señor Sterling —susurré, respirando, hondo, con una sinceridad que no tuve que forzar—. Biby es… lo mejor que me ha pasado. Es mi hermana del alma. Y pueden estar seguros: cuidaré de ella como si fuera de mi propia familia. Con mi vida, si fuera necesario. Desde luego que la ayudaré a estudiar.
Biby apretó suavemente mi mano, con una emoción que reflejaba la mía. Sus padres asintieron, visiblemente conmovidos, y en sus ojos brillaba una mezcla de orgullo y ternura. Por un instante, el recuerdo de Alexander, semidesnudo en aquel rincón, se desvaneció como una bruma pasajera. Solo por un instante.
Pero entonces, una sensación distinta me atravesó: una mirada. No sabía de dónde provenía, ni quién la dirigía exactamente. No giré el rostro, pero mi piel lo percibió al instante. Era esa sensación particular, como un cosquilleo detrás de la nuca, ese instinto que advierte cuando alguien te observa desde la distancia.
Y supe, sin duda alguna, que él estaba allí. Alexander. Quizá al fondo del salón, quizá tras una puerta semiabierta, su presencia era tan palpable como mi propio nerviosismo. Como una sombra que no quería dejarse ver, pero que se hacía sentir en cada rincón del espacio.
Entonces, sonreí más fuerte, con una determinación fingida. Me senté más cerca de mi amiga, con elegancia, con la cabeza en alto. Fingí que nada había, pasaba por mi cabeza, que todo estaba en orden. Aunque en el fondo, mi corazón latía con fuerza, y sabía que ese instante de aparente calma era solo una máscara. Porque, en lo más profundo, no podía negar que esa mirada, esa presencia, seguían ahí, acechando en las sombras del salón.
En ese momento, oí pasos en la escalera. Eran lentos, firmes, casi medidos, como si cada uno de sus movimientos estuviera pensado para dejar una huella imborrable en la memoria. Mi corazón se aceleró de nuevo, como si quisiera salir de mi pecho y escapar de la ansiedad que me invadía. Miré hacia las escaleras, con una mezcla de expectación y temor, y allí estaba él. Alexander Sterling.
Vestido ahora con un traje impecable, que parecía hecho a la medida de su cuerpo perfecto, se movía con una gracia natural que no podía pasar desapercibida. Su cabello, aún un poco húmedo por la ducha, brillaba con destellos dorados bajo la luz tenue del salón.
La forma en que la luz acariciaba sus rasgos, resaltando la mandíbula marcada y los ojos intensos, hacía que pareciera más una figura de un sueño que un hombre real. Su mirada, dominante y seria, recorrió el salón con una autoridad que imponía respeto, y se detuvo en mí por un segundo, como si pudiera atravesar mi piel y llegar a mi alma, antes de saludar a todos con una sonrisa cortés pero distante.
—Límpiate la baba. —me dice mi amiga.
—¿Qué, baba? —dije asustada
—La que estás botando al ver a mi tío.
—No me lo imaginaba así.
—Mi tío es todo un galán, si supieras cómo le llueven las mujeres. —Claro que lo creo al ver semejante monumento.
—¿No se ha casado?
—Aún no, pero tiene una prometida, aunque es raro verlos juntos. —Prometida no es lo mismo que esposa, entonces no hay problema que lo conquiste.
Mi mirada no se apartó de él. Era una elegancia que no se podía comprar, que venía de una confianza innata, y que, en ese momento, me hizo sentir diminuta, casi invisible. Intenté desviar la mirada, evitar su atención, pero era imposible. Él era como un imán, y yo, como una pieza de metal que no podía evitar ser atraída hacia él. Sentí su mirada sobre mí, incluso cuando hablaba con los padres de Biby, y esa sensación me hacía temblar por dentro.