El sonido de unos tacones firmes sobre el mármol fue lo primero que Isabella escuchó al cruzar la entrada principal de la mansión. Aún no amanecía del todo, pero dentro de casa ya se respiraba el perfume caro y el juicio afilado de Renata, su madre.
—Isabella del Monte —la voz de Renata resonó con ese tono cortante y perfecto que hacía que incluso el silencio se pusiera en alerta—. ¿Vas llegando?
Isabella se quitó los lentes de sol con calma, dejando que su expresión serena contrastara con el ambiente.
—Buenos días, mamá. Estuve en la finca.
Renata, vestida como si saliera directo a la Semana de la Moda de Milán, la observó con esos ojos críticos que parecían escanearla de pies a cabeza.
—¿Toda la noche?
—Sí.
—¿Sola?
—Con amigos —respondió Isabella sin alterarse.
Renata ladeó el r
