La brisa cálida de la tarde acariciaba el rostro de Renata mientras permanecía sentada en el balcón de la antigua villa familiar, en lo alto de una colina de la Toscana. Desde allí se extendía un paisaje idílico: campos ondulados de girasoles que se perdían en el horizonte, viñedos organizados con la precisión de siglos de tradición, y una quietud que contrastaba con el torbellino de pensamientos que la invadía. El canto de las cigarras y el aroma de las lavandas no lograban apaciguar la furia que sentía. Con el móvil en la mano, los labios apretados y los ojos entornados por el sol, observaba una imagen que parecía sacada de una grotesca obra de teatro: Alberto Del Monte, sonriente, rodeado por sus tres hijos en una elegante sala de juntas en Madrid. El titular decía “Unidos por la sangr

