El murmullo se apaga en cuanto cruzamos el umbral. Camino junto a Nicoló con el pulso desbocado y la espalda tensa. Las puertas de la sala de juntas se cierran tras nosotros con un leve susurro, pero la atención está concentrada en algo mucho más potente que el sonido: en él. Todos los rostros, menos dos, se giran hacia Nicoló con una mezcla de sorpresa, alivio y expectativa. Es como si el tiempo se hubiese detenido por un segundo. Franco está sentado a la cabecera de la mesa, no se inmuta. Su expresión sigue siendo imperturbable, pero sus ojos destilan esa chispa agria que reconozco de inmediato. Portia, a su derecha, tampoco parece sorprendida. Sus dedos tamborilean contra la carpeta abierta frente a ella, y su mirada se mantiene fija en Nicoló, analítica, contenida, casi como si lo es

