Han pasado exactamente dos semanas desde el accidente. Siete días contados en el tic-tac de los monitores, en la respiración que sube y baja en su pecho de forma mecánica, en la bruma espesa que llena mis pensamientos cada mañana al despertar en un lugar que no es mi casa… pero que, paradójicamente, empieza a parecerlo. Estoy de pie en la puerta de la habitación de Nicoló, inmóvil, sintiendo el peso de mi cuerpo como si llevara horas cargándolo. Las enfermeras terminan de ajustar los monitores. El pitido rítmico, ese sonido monótono, pero vital, me envuelve como una canción triste que no puedo dejar de escuchar. Observo cada movimiento con la atención de quien siente que todo pende de un hilo invisible. Una vuelta más en el tensiómetro, una línea que se estabiliza en el electrocardiograma

