Pov. Nicoló.
No sé cómo describir exactamente este infierno sin que suene como una queja miserable, pero lo voy a intentar. Llevo dos semanas encerrado en esta villa, mi cuerpo sometido a una tortura metódica que llaman terapia, mi mente atrapada entre las paredes de mi propia rabia y confusión. El aire es denso, como si incluso el oxígeno se resistiera a entrar en mis pulmones. Y aunque ya no estoy postrado en cama, la maldita silla de ruedas motorizada que ahora me acompaña es un recordatorio constante de todo lo que he perdido. De lo que aún no recupero.
Y lo peor de todo es que no es lo único que he perdido.
Estoy acostado en una de las áreas laterales de la villa, donde instalan la camilla portátil para las sesiones de fisioterapia. El sol calienta mi rostro, pero no me reconforta.
