Tomo asiento con lentitud, como si el peso invisible que llevo sobre los hombros me obliga a moverme con cuidado. Me hundo en uno de los sofás de la sala común, sintiendo el crujido sutil del cuero bajo mis piernas. El ambiente está inundado por la luz dorada que entra por los ventanales, pero mi interior se siente mucho más opaco. Frente a mí, sobre la mesa del café, coloco el sobre que he tomado de mi habitación, y luego inclino el torso hacia adelante, apoyando los codos en los muslos cubiertos por mis vaqueros, entrelazo los dedos de mis manos y exhaló.
Nicoló permanece en su silla, inmóvil, con una expresión serena, casi impenetrable. Aunque me observa, no parece juzgarme… todavía.
—Bien —digo finalmente sin soportar más el silencio—, ¿tú dirás?
Él me estudia durante un segundo, co
