La copa tiembla apenas entre mis manos. No es una reacción visible, solo perceptible para mí. Pero es suficiente para delatarme. Su franqueza me atraviesa como un rayo. No por inesperada, sino por la crudeza con la que lo dice. Por la forma en que su pregunta me obliga a mirarlo con otros ojos. Como si no fuera el hombre que olvidó quién soy. Sino el hombre que, sin recuerdos, aún podía desearme. Trago saliva. Las palabras no salen enseguida. No porque no sepa qué decir, sino porque el nudo en mi garganta es demasiado espeso. —Supongo que hablas de la noche antes del accidente —dije finalmente, mi voz baja—. Bueno, esa noche me llevaste a cenar a Le Jules Verne en la torre Eiffel. Cenamos, hablamos un poco de nuestras vidas. Te conté sobre cómo llegué a Florencia desde Croacia y cómo aca

