Capítulo 1

1758 Words
Tic, tac. Tic, tac. Los minutos pasaban y pasaban, quizás rápido, quizás lento, no tenía idea. El reloj sonaba impaciente frente a mí, traqueteando insistente, incrustando ese maldito y repetitivo sonido en mi cabeza, desesperándome y poniéndome más enfermo. Y ella aún no llegaba. Ningún mensaje, ninguna maldita llamada, ¡ningún jodido aviso previo! Movía mi pie frenéticamente, nervioso y enfadado, intentando encontrar la manera de concentrar toda mi frustración en una sola cosa. Agh. Odiaba que llegaran tarde. Me levanté frustrado, de un salto, y pasé mi mano por todo mi rostro para luego desordenar mi cabello, intentando comprender qué demonios había pasado. Quiero decir, ella no era así, ¿por qué hoy, justamente hoy, sí? Demonios, necesitaba hace algo para distraerme. Necesitaba trabajar, desahogarme… verla. Sí, de alguna forma, me tranquilizaba su presencia. Siempre lograba calmarme y ahora la necesitaba más que nunca acá, junto a mí. ¡Llega de una vez, maldita sea! Me tumbé sobre el sofá y puse las manos bajo mi nuca, tratando de calmarme. Respiré profundo varias veces, pensando en cada una de sus posibles excusas y pensando cómo reaccionar ante cada una de ellas. Quizás está en una cita, pensé. Resoplé furioso de inmediato. No, eso no sería jamás una excusa aceptable. ¿Dejarme esperando para poder salir con un chico? No, eso en ningún trabajo se lo aceptarían, menos yo. Suspiré, tranquilizándome precipitadamente. No, era muy temprano. Nadie va a una cita en la mañana, menos Audrey. No, ¿en qué estaba pensando? Ella jamás haría eso. Además, me lo hubiese dicho, nos contábamos todo. Y no tenía tiempo para chicos, siempre me decía eso. Aunque, no sé, algo me hacía pensar que había sufrido mucho por amor alguna vez, pero que no quería hablar al respecto. Cada vez que le preguntaba algo así, se deprimía mucho y terminaba abrazándola, consolándola. Su mirada se opacaba y bajaba la cabeza. Me causaba mucha curiosidad, pero pensaba que era mejor no meterme ni abrir ninguna herida innecesaria. Algo me decía que era mejor no preguntar mucho. Me senté rápidamente al escuchar una llave intentando abrir torpemente la puerta y miré el reloj. Llegaba una hora tarde. Después de notar eso, todos mis intentos para tranquilizarme fueron en vano. —Llegas tarde —acusé con los brazos cruzados, severo. Ella me miró con cara de cachorro asustado. —Lo siento, Chris, yo… —intentó excusarse ella, disculpándose con la mirada. Algo encontré en sus ojos que me perturbó, pero no lo suficiente como para calmarme e intentar frenarme. —No quiero excusas, Audrey, eso no quita que llegaste tarde —sentencié duramente. Ella bajó la cabeza apenada y en cuanto hablé, volvió a mirarme—. ¿Te costaba mucho avisar? Tú sabes que las sesiones son largas, no te puedes dar el lujo de llegar una hora atrasada. ¡Una hora, Audrey! —Chris, de verdad, yo…. —bajó la cabeza nuevamente y noté un pequeño quiebre en su voz. Eso logró descolocarme por completo y hacerme olvidar cualquier enfado. ¿Estaba… llorando?—. Lo siento. Me levanté rápidamente, aturdido, y fui hacia ella, sintiéndome un endemoniado egoísta. Necesitaba ir a consolarla, odiaba verla así. No sabía qué era lo que había pasado, pero lo que sí sabía era que ella necesitaba un abrazo. Un abrazo apretado que le demostrara que no estaba sola. —¿Qué fue lo que pasó? —pregunté rodeándola fuertemente con mis brazos. Ella cruzó sus brazos alrededor mío y comenzó a sollozar entrecortado. Mi corazón se hizo un puño y me sentí el peor ser del universo. Era obvio que si no cumplía, era por algo extremadamente importante. ¿Cómo pude haber dudado de ella? Nunca me fallaba. Nunca. —Mi hermana, Chris —respondió jadeante. Me congelé—. Mi hermana está en el hospital y yo… ¡no sé qué haría si le pasara algo! —¿Liz? ¿Qué le pasó? —pregunté preocupado, intentando esconder mi desesperación. La tomé por los hombros y busqué su mirada. Mierda, si yo me sentía así, me preguntaba cómo se sentía mi pequeña. Liz lo era todo para Audrey, eso lo tenía más que claro. —Ella… ella se intentó suicidar, Chris —respondió mirándome seriamente y con la desolación asomándose en sus ojos. —¿Qué? —dije atónito. No, eso era imposible. Miré hacia todos lados, tomé sus manos y la dirigí al sofá, sentándome a su lado lo más rápido posible. —¿Sabes por qué? —algo me decía que mis preguntas bordeaban la estupidez. Su mirada se volvió opaca, perdida. —Hoy… cuando venía para acá, fui a su habitación a despedirme —narró taciturna. Y no pude despegar la mirada de ella—. Llamé a la puerta y no contestó. La había visto deprimida últimamente, entonces entré para asegurarme que todo estaba bien, pero… no. Estaba tirada en el suelo con un frasco de pastillas vacío en su mano. Yo… corrí a ella y la abracé. Tomé su pulso y era débil, pero seguía cálida. Corrí a llamar a emergencias y me quedé ahí, con ella, abrazándola, esperando que despertara y que me dijera que era una cruel broma, pero no lo hizo. Miré hacia todos lados, buscando algo, y ahí fue donde lo vi: el espejo roto con una nota pegada. Miré una de sus manos y no había notado que estaba ensangrentada. Comencé a llorar y la abracé más fuerte. Cada vez la sentía más fría… hasta que llegó la ambulancia y se la llevaron. Volvió a mirarme y sentí la necesidad de volver a abrazarla con fuerza. Ella se aferró contra mí y humedeció mi camisa. No sabía qué decir, qué hacer. —¿Qué decía la nota? —pregunté inseguro. Quizás no era el momento para hablar al respecto. Sus brazos se apretaron aún más contra mí y reprimió un sollozo dolido. —“Perdóname, Audrey, pero no puedo soportarlo más. Te amo” —citó inexpresivamente, como en modo automático. Sólo atiné a acunarla entre mis brazos, a acariciar su cabello y besar su coronilla, intentando encontrar la forma de hacerla sentir un poco mejor. La sentí temblar entre mis brazos y apreté mis párpados con fuerza fugazmente, sintiéndome demasiado inútil frente a su dolor. —Tengo miedo —murmuró, chocando su aliento contra mi cuello—. Y me siento estúpida. ¿Cómo no lo noté antes? ¿Por qué no me di el tiempo de hablar con ella? ¿Por qué no me preocupé más? —Lloriqueó, apretando con fuerza mi camisa—. Esto no tenía que ser así. Se suponía que… se suponía que… ¡se suponía que Liz estaba bien, que tenía todo lo que necesitaba! ¡Lo he hecho todo mal, he arruinado todo! Volví a cerrar mis ojos con fuerza, susurrándole palabras de aliento mientras ella se aferraba a mí, sacudiéndose frustrada, liberando golpes contra mi pecho, respirando fuerte. —Tranquila, tranquila —canturreé suavemente, acariciando su espalda delicadamente y sosteniendo su cabeza contra mi pecho—. No te culpes, quizás hay algo más detrás de todo esto. Ella estará bien. Audrey respiró costosamente y lo miró con los ojos enrojecidos. —¿Lo prometes? —suplicó. Suspiré cerrando los ojos y meneando suavemente la cabeza. —Tú sabes que no puedo prometer algo así —respondí entristecido antes de besar su frente—. Sólo pensemos que así será. Ella volvió a hundir su rostro contra mi cuello y se quedó ahí, respirando profundo. —Todo va a estar bien, pequeña —logré articular, besando su frente —. Olvidemos la sesión de hoy, ¿sí? Salgamos por ahí, déjame hacer algo por ti. —No, Chris —respondió ella, mirando el suelo, con el cabello cubriendo parte de su rostro y la mirada triste y perdida, meneando débilmente la cabeza. Y en ese momento, lo vi. Había algo fascinante en ella en lo que no pude reparar antes. Sus mejillas sonrosadas, sus ojos vidriosos y su expresividad hacían de su dolor algo cruelmente encantador. Se veía completamente hermosa, tan débil y frágil. Hermosamente melancólica. Casi divina, celestial. —Pequeña, sé que quizás soy un insensible por pedirte esto, pero, por favor, déjame retratarte ahora, tal cual estás —pedí cautelosamente. No quería alterarla. Ella me miró sorprendida, mas sin decir palabra alguna asintió con la cabeza, forzando una sonrisa. —¿Así está bien? —preguntó murmurando, volviendo a su posición anterior. —Perfecta, como siempre —respondí. Ella pareció tensarse un momento y su mirada se volvió oscura y profundamente sombría. La miré un par de segundos, debatiéndome entre si debía decir algo más o si debía decirle que olvidara mi petición. Desvié la mirada y fui a buscar lo necesario. Ella parecía estar perdida en su propio mundo, en un lugar lejano, apartado de toda la tragedia y del sufrimiento. Mis pinceles se movían sobre la tela con lentitud, intentando captar cada detalle esencial de su expresión y de la situación completa. No podía dejar de observarla. Había algo adictivo en su rostro, en sus maneras. Era joven, pero sus gestos le hacían ver como una persona que ha vivido mucho, como una persona que siente con toda el alma. El tiempo se me pasó volando. No me di ni cuenta de cuándo fue el momento exacto en el que terminé ni en el que ella estaba a mi lado observando mi nueva obra favorita. —¿Sabes? Dicen que el arte jamás nace de la felicidad —le dije de pronto, rompiendo el silencio reflexivo. Le sonreí —. Hoy fuiste mi mayor inspiración, te lo agradezco, Audrey. Ella me miró débilmente y corrió su mirada. Seguramente pensaba en cómo podía estar agradeciéndole por sufrir. La miré arrepentido, sintiéndome como un completo imbécil. —Lo siento, no vayas a pensar que abusé de tu sufrimiento —murmuré suavemente, tomándola por los hombros nuevamente, haciendo que ella me mirara profundamente. Había veces como estas, en las que no podía despegar la mirada de ella, en las que olvidaba decir algo, en las que encontraba innecesario si quiera respirar. Había veces como estas en las que olvidaba a Steven y sentía que ella era todo lo que necesitaba. Veces como estas en las que luchaba por no mirar los labios de Audrey, porque sabía que si lo hacía no podría resistirme a mis impulsos. Veces como estas, en las que me preguntaba si es que eran realmente sólo impulsos.
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