Desperté como quien emerge de un pozo hondo, con los oídos llenos de agua y el pecho contraído. Un pitido insistente llegaba a mi derecha. Sentí el frío del metal en el brazo, la cinta blanda del oxígeno en la nariz, y un exagerado cansancio.
—Señora Azucena… —dijo una voz masculina lejana—. ¿Me escucha?
Asentí apenas. A mi alrededor todo estaba hecho de neblina.
—Tuvo una caída peligrosa de la oxigenación, pero ya se está estabilizando en 90%. No fue necesario intubarla.
«¿A tiempo para qué?», pensé, pero mis labios fueron más rápidos que las preguntas que rondaban mi mente.
—¿Mi hija?… ¿Dónde está Irlanda?
Traté de levantarme, pero no lo logré.
El médico intercambió una mirada con la enfermera. Esa clase de mirada que apesta a secreto.
—Un vecino la encontró en la calle. Iba sola. Él intentó regresarla a su casa y entonces la vio a usted desmayada en el suelo. Por eso llamó a la ambulancia. Dele las gracias, le salvó la vida.
El imaginar la escena me sobresaltó: Irlanda sola, mi chiquita, sin saber a dónde ir, tal vez llorando… ¡¿Por qué tenía que pasarme esto a mí?!
—¿Está aquí? ¿Está bien? —pregunté enseguida—. Dígame dónde está, por favor.
El médico acomodó el expediente con una parsimonia que me pareció cruel.
Ahí caí en la cuenta de que no conocía ni al doctor ni reconocía el hospital.
—De eso… no puedo informarle por ahora —fue tajante.
—¡¿Cómo que no puede?! ¡Es mi hija! Ella necesita mi contención, si se desregula puede hacerse daño.
Un pitido más alto hizo que el médico desviara su atención.
La oxigenación volvía a bajar.
El corazón empezó a golpearme como si quisiera escapar primero que yo.
—Tranquilícese, señora Azucena. Está estable, pero si sigue alterándose eso podría cambiar. No queremos intubarla, ¿verdad? La enfermera en turno vendrá a pedirle unos datos para su expediente… —El hombre siguió hablando, pero no le presté atención.
Pero para mí no había tranquilidad sin Irlanda.
Horas después, horas en las que conté cada minuto, llegó una mujer de traje sobrio y mirada fija.
—Señora Azucena Camacho, soy la trabajadora social del hospital —se presentó, parada justo en frente de mí—. Necesitamos hablar sobre su situación y la de su hija.
Yo ya estaba temblando antes de que terminara de hablar.
—La menor está resguardada por el DIF. Me informan que se encuentra bien.
Debido al episodio que sufrió, se le va a realizar un estudio sociofamiliar para determinar si es apta para seguir siendo su cuidadora.
La palabra “apta” me cayó encima como un juicio donde yo no contaba con un defensor.
—Cuido a mi hija mejor que nadie —susurré—. Ella necesita atenciones especiales. No quiero que esté en el lugar por más tiempo.
Entonces recordé lo que una jovencita llamada Paola, la conocí en las calles, me contó después de drogarse hasta desvariar. Ella se escapó a los doce de esos centros del DIF[1]. Llegó ahí desde recién nacida y pasó por… episodios terribles, episodios que ningún niño, ni ningún adulto, debería pasar… Se volvía complicado calmar su llanto y rabia al platicarlo. ¡Mi hija no podía seguir metida en ese lugar!
Ojalá hubiera tenido la fuerza para poder levantarme e ir a buscarla.
La trabajadora social tomó notas.
—Debemos salvaguardar la seguridad de la menor.
—¡Entonces regrésenmela! —Crují los dientes—. Solo yo puedo cuidarla, se lo aseguro. Nadie más, porque yo soy su madre.
—Pronto podrá verla, señora Camacho. —Se puso más derecha, incluso altiva—. Volveré más tarde.
Cuando se fue, el cuarto volvió a parecer un espacio donde solo sonaba ese ruido de la máquina. Cerré los ojos. Respiré con ayuda de las cánulas. Y en esa respiración ajena, prestada, supe que el peligro no había sido solo quedarme sin oxígeno: el verdadero ahogo era no saber qué pasaría con mi hija.
Volví a caer sin aviso. Mi propio cuerpo jugaba en mi contra en un momento donde lo necesitaba fuerte.
Todo empezó a borrarse.
Entonces llegó la luz.
No era un foco, ni el sol. Era una claridad intensa, amplia, cálida.
Un pasillo sin paredes.
Un llamado sin palabras.
Moví las piernas hacia allí.
Sentí que bastaba un paso más para dejar el dolor, para dejar de luchar, para descansar del cansancio que no se quitaba ni durmiendo.
—¡Mamáááá! —escuché como un eco apartado.
Era la voz de Irlanda, la reconocí sin haber escuchado antes esa palabra de sus labios.
No era un sueño, era un grito real.
La luz seguía ahí, paciente, me invitaba a unirme a ella.
Pero no caminé más.
—No es tiempo —le dije a nadie—. No ahora.
Y volví mis pasos.
La luz quedó atrás.
El pitido volvió a encontrarme.
Ya recorrería ese andar, pero aún quedaban asuntos pendientes.
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[1] DIF, es el Desarrollo Integral de la Familia, la institución de asistencia social más importante en México, encargada de proteger los derechos y el bienestar de grupos vulnerables como niños, adultos mayores y personas con discapacidad, a través de programas de asistencia y desarrollo social a nivel nacional, estatal y municipal.