Me quedé en silencio, observándolo. Su mirada, esos ojos azules profundos, no me juzgaban, no me devoraban. Solo me observaban con una quietud que invitaba a la calma. Mi cuerpo, que había estado tenso, alerta a cualquier peligro, comenzó a relajarse, muy a mi pesar.
—Y usted, ¿qué ve en mis ojos, señor? —me atreví a preguntar, mi voz era apenas un susurro que se mezclaba con la música baja de la barra.
Él sonrió suavemente, una sonrisa genuina que no conocía en este lugar.
—Veo una historia. Veo un dolor que intentas esconder con fuego. Y veo una fuerza que ni siquiera tú misma has descubierto del todo.
Mis defensas, que siempre estaban en alto, se suavizaron un poco más. Era la primera vez que alguien me hablaba así, sin querer algo a cambio, sin reducirme a mi cuerpo o a mi fama.
—No sé de qué habla —mentí, la voz temblorosa, aunque mi interior clamaba por creerle.
—Quizás no ahora —dijo él, sin presionar—. Mi nombre es Daniel. Y me gustaría invitarte a un café, en un lugar donde podamos hablar de libros, de arte, o de la vida, si es que te animas a explorar un mundo más allá de este.
Libros. Arte. La propuesta era tan ajena al ambiente del club, a mi vida, que me descolocó por completo. Mis relaciones con los hombres siempre habían sido transacciones, deseos carnales. Nunca una invitación a mi mente, a mi intelecto.
—¿Libros? —pregunté, una risa incrédula escapándose de mis labios.
—Sí, libros. Mundos enteros esperando ser descubiertos. ¿Hay algún autor que te haya cautivado últimamente? O, quizás, una teoría filosófica que te mantenga despierta por las noches.
Y así, en medio del bullicio del club, con el olor a sudor y alcohol flotando en el aire, Daniel y yo nos enfrascamos en una conversación que nada tenía que ver con el sexo o la seducción. Hablamos de Kafka y la soledad, de la dualidad de la existencia humana, de la búsqueda de la belleza en la oscuridad. Su voz era tranquila, su mente aguda, y cada palabra suya era un bálsamo para mi alma. Era como si leyera mi alma sin esfuerzo, comprendiendo capas de mí que yo misma apenas reconocía. Sentí una calma inusual, una seguridad que no había experimentado desde hacía mucho tiempo. Era una burbuja, un instante de paz donde los gritos de mi pasado parecían acallarse, donde la presión en mi pecho se aligeraba, aunque fuera por segundos.
Estaba a punto de sonreír de verdad, de relajarme por completo en esa extraña conexión, cuando de repente sentí una respiración tibia en mi cuello y unas manos conocidas, pesadas, se posaron en mi cintura. Un beso húmedo me quemó la piel. Mi cuerpo se tensó al instante, un grito silencioso de terror se atascó en mi garganta. Mi mente revivió el último mes000: las manos asquerosas, los golpes, la humillación, la invasión. La mordaza que me quitó el aire. El olor a miedo.
—¡No! —el sonido que salió de mí fue un jadeo ahogado, una súplica desesperada, mi cuerpo entero se contrajo.
Mi cuerpo reaccionó por instinto. Con un sobresalto violento, me aparté de las manos que me tocaban, un movimiento brusco que me hizo golpear con Daniel. Pasé de apenas aguantar su brazo a aferrarme por completo a su cuerpo, buscando refugio en su cercanía, en la inesperada seguridad que irradiaba. Mis manos se aferraron a su camisa, mis uñas clavándose en la tela, mis ojos desorbitados por el pánico, buscando los suyos, implorando ayuda sin palabras. El sudor frío me recorría la espalda. Mi respiración era un jadeo entrecortado, cada bocanada de aire se sentía insuficiente.
Daniel me envolvió suavemente con un brazo, pegándome a su costado. Su mano libre se posó en mi hombro, un toque firme, pero sin presión.
—Tranquila, Luna. Todo está bien —susurró, su voz calmada y fuerte, anclándome en la realidad, alejando los fantasmas por un instante. Su presencia era un muro contra mi terror.
Mi respiración seguía irregular, mi corazón un martillo desbocado. Con dificultad, giré la cabeza para ver a la persona que me había tocado. Y allí estaba. Alejandro. Su rostro, generalmente relajado y con esa seguridad tan suya, ahora mostraba una mezcla de confusión, sorpresa y una profunda herida en sus ojos. Parecía no entender mi reacción.
—¿Luna? ¿Qué te pasa? —preguntó Alejandro, su voz era un murmullo extrañado. Sus ojos escanearon mi cuerpo tembloroso, mi agarre a Daniel, y la comprensión comenzó a asomar en su mirada. —¿Por qué no quieres que te toque?
Lo miré fijamente, la rabia y el asco bullendo bajo la superficie de mi piel, no hacia él en particular, sino hacia la violación de mi espacio, la intrusión del trauma que revivía en mi mente. Mis ojos, seguramente, ardían con una mezcla de miedo y una desesperación que no podía ocultar. Las palabras querían salir, pero mi garganta se cerraba, el terror volviéndome muda.
—Yo... yo... —balbuceé, la voz estrangulada, casi en un ataque de ansiedad. El miedo me consumía, las imágenes se superponían—. Me pasó algo... yo... no quiero que ningún hombre me toque... Me pasaron cosas y yo... no puedo... no quiero que me toquen...
Mis palabras se cortaron. El llanto me asaltó, incontrolable, un sollozo profundo que me sacudía el cuerpo. El aire se negaba a entrar en mis pulmones. Mi visión se nubló con lágrimas y las luces del club se distorsionaron en un remolino borroso.
Alejandro se fijó en cómo me había aferrado por completo al cuerpo de Daniel. Su mirada se endureció con dolor, sus cejas se fruncieron en confusión.
—Pero, ¿por qué él sí te puede tocar, Luna? —preguntó, su voz cargada de incredulidad y un dejo de celos. Se sintió traicionado—. Él es un total desconocido, ¡y tú y yo...!
—¡Alejandro, no! ¡Por favor, solo...! —exploté, la voz quebrada por el llanto y el ataque de ansiedad que ya no podía contener. Mi cuerpo temblaba sin control, mis uñas se hundían en la camisa de Daniel, mi cabeza se sacudía. Quería gritar, quería correr, quería que el mundo se detuviera.
Alejandro, desesperado, dio un paso, extendiendo una mano para intentar tocarme, para calmarme a su manera.
—Luna, yo...
—¡No! —grité, un alarido gutural que salió de lo más profundo de mi ser. Me aferré aún más a Daniel, buscando hundirme en su pecho, escapar de todo.
Daniel, sintiendo mi desesperación, levantó la mirada hacia Alejandro. Su rostro, aunque aún compasivo, adquirió una firmeza que no admitía réplicas.
—Vete ya —dijo Daniel con voz tranquila, pero con una autoridad innegable—. Luego hablas con ella. Ahora no puede.
Alejandro lo miró, su rostro una mezcla de impotencia y una furia contenida, antes de darse la vuelta y marcharse, vencido por la situación.
Mientras tanto, Daniel me cargó en brazos. Yo me aferré a él con todas mis fuerzas, mi cabeza hundida en su cuello, mi cuerpo aún temblando violentamente. Sol, que había observado la escena desde lejos, se acercó de inmediato, sus ojos grandes y asustados.
—Por aquí, Daniel —dijo, guiándonos hacia el pasillo de los camerinos.
Él entró en mi camerino, conmigo aún aferrada a él como a mi tabla de salvación. Mis respiraciones seguían entrecortadas, balbuceando palabras incoherentes, pidiendo que por favor me dejaran tranquila, que no me hicieran nada más. Daniel se sentó en la pequeña silla frente al tocador, conmigo aún sentada en sus piernas, mi cabeza apoyada en su pecho. Me dejó aferrarme a él, sin un atisbo de incomodidad. Su mano subió lentamente y comenzó a acariciarme el cabello con una delicadeza infinita, un gesto tan simple, pero que calmaba el caos en mi mente.
—Shhh, Luna. Shhh —empezó a susurrar, su voz profunda y rítmica—. Respira. Solo concéntrate en mi voz. Estás a salvo. Estás aquí conmigo. Nadie te va a tocar. Nadie te va a hacer daño. Yo estoy aquí. Te voy a proteger. Te juro que te voy a salvar de esto. Todo está bien. Estás a salvo.
Sus palabras eran un mantra, cada caricia en mi cabello una caricia en mi alma. Lentamente, los temblores de mi cuerpo disminuyeron. Mis jadeos se volvieron suspiros. Las imágenes de la pesadilla se desvanecieron. Logró calmar uno de los ataques de ansiedad más fuertes que había tenido. Cuando mi respiración finalmente se regularizó, y las lágrimas se secaron en mi rostro, aún me quedé sentada en sus piernas, mi cabeza en su pecho, sintiendo el ritmo constante de su corazón, la seguridad de sus brazos. No sabía cómo, pero su tacto, su voz, su presencia, habían logrado lo que días de medicamentos y silencios no pudieron.
Cuando sintió que la calma había regresado a mí, Daniel me empezó a hablar de nuevo, esta vez de forma más distendida.
—Sabes, los lirios son mis flores favoritas. Suelen crecer en lugares húmedos, pero su belleza es tan etérea que parecen flotar sobre el agua. Me recuerdan a un poema de Neruda...
Y así, continuó hablando de flores, de libros, de paisajes lejanos, de una vida ajena a la oscuridad que me había consumido. Yo solo escuchaba, sintiendo la extraña paz de su voz y sus caricias en mi cabello. No entendía cómo ese hombre desconocido, había logrado calmarme con un simple toque, cómo su presencia había ahuyentado a mis demonios. Y, paradójicamente, cómo el tacto de Alejandro, alguien que ya conocía, alguien con quien había compartido tanto, me había asustado tanto. La mente era un laberinto, y mi corazón, un misterio indescifrable.