Termino de vestirme rápido, una falda negra de tubo a la altura de la rodilla, una blusa con escote color blanco, y encima una chaqueta a juego con la falda, unos tacones negros, accesorios, mi cabello en una trenza de lado con varios mechones sueltos, colonia, una cartera blanca. Doy un último vistazo en el espejo, y bajo corriendo a la planta baja. Justo en el recibidor están mis padres, y los Márquez, que al parecer por fin se van, las miradas fijas en mí.
— Buen día a todos —digo con una sonrisa cordial, me acerco a Alejandro y le doy un suave beso en los labios que él corresponde con una sonrisa.
— ¿De qué me perdí? —pregunta mi madre con una sonrisa cordial.
— Te pondré al corriente de todo más tarde cuando lleguemos de la empresa, cielo —dice mi padre con una sonrisa que se ve un tanto forzada, mi madre asiente.
— ¿Nos vamos? —pregunto con suavidad, mi madre repara su mirada en mí, escaneando mi ropa.
— ¿Y tú a dónde piensas que vas? —pregunta con su voz filosa, mi padre le da una mirada que, a mí, me da escalofrío.
— Ella viene conmigo, compórtate y deja de hacer preguntas, Mariela, el viaje te sentó muy mal —suelta mi padre con su voz rasposa, se gira hacia nosotros con una expresión fría— vamos, Alaia —le estira la mano a Alejandro y a su padre— Fue un placer tenerlos aquí, Jonathan, Alejandro, los espero hoy al mediodía en la empresa para firmar los papeles de la sociedad.
— El placer fue nuestro, Isidro, esperamos ver a tu hermosa hija en la reunión —dice el señor Jonathan estrechando la mano de mi padre.
— Allí nos veremos, suegro —dice Alejandro estrechando la mano con mi padre, luego se gira a mí con una sonrisa— Nos vemos luego, mi amor —yo le respondo con una sonrisa y un asentimiento, él se gira hacia mi madre— Un placer verla, suegra.
Ambos salen, y se montan en el coche que los está esperando. Cuando por fin nos quedamos solos, mi madre se gira hacia mi padre con una expresión seria.
— ¿Qué estás haciendo, Isidro? ¿Por qué te vas a llevar a Alaia a la empresa? Habíamos quedado que esperaríamos más tiempo —espeta ella enojada, como si se hubiera olvidado de que yo estaba allí, yo giro los ojos, cruzándome de brazos, mi padre suelta un suspiro exasperado.
— Te dije que hablábamos más tarde, yo sé lo que hago y por qué lo hago, tú no te metas Mariela —espeta mi padre claramente enojado, mi madre hace el ademán de querer responder pero mi padre levanta la mano haciendo un gesto— Una palabra más y no respondo, Mariela, vamos, Alaia —dice finalmente, sin verme, empieza a caminar hacia la salida de la mansión, yo le doy una última mirada a mi madre, sus ojos me devuelven una mirada de resentimiento, nada parecido al supuesto amor que me demostró el día de mi llegada a la mansión, le doy una última mirada con una sonrisa forzada antes de seguir a mi padre al carro.
El viaje en el carro es un silencio tenso que se puede cortar con un cuchillo. Este se desliza por la autopista como un depredador sigiloso, y en su interior, mi padre y yo somos dos extraños que, por primera vez, compartimos el mismo espacio con un propósito que va más allá del protocolo familiar. Mi padre, Isidro, está absorto en su teléfono, su rostro una máscara de fría concentración. Su perfil duro se suaviza solo cuando sus ojos se mueven por la pantalla, pero el aura de poder que lo rodea es tan palpable como el aire acondicionado en el carro.
De repente, levanta el teléfono a su oreja y su voz, que antes era un gruñido, se vuelve un tono de mando, claro y autoritario.
— Matías, soy yo. Quiero que todos regresen a sus trabajos en la mansión de inmediato. Sin excusas.
Finaliza la llamada, y el silencio regresa. La atmósfera en el carro se vuelve aún más pesada, cargada de una expectación que me hace tragar en seco.
Minutos después, el coche se detiene. Al bajar, me quedo sin aliento. Ante mí se alza un rascacielos de vidrio y acero pulido que parece rasgar el cielo. El sol se refleja en sus ventanales, y el nombre de la empresa, "Honey Red Corporation, V.G," está tallado en letras doradas que brillan con un lujo descarado. El edificio es una obra de arte moderna, una estructura imponente que no se parece en nada a la arquitectura clásica de la mansión. Es la definición misma de la audacia, del poder y de un éxito que no se molesta en esconderse. Me doy cuenta de que no hay más que un puñado de guardias, pero sus miradas son tan penetrantes que sé que sus ojos lo abarcan todo, son un tipo de seguridad silenciosa que funciona.
Mi padre me mira, una sonrisa apenas perceptible en sus labios.
— Esta es la verdadera cara de mi imperio. —Su voz es un murmullo de orgullo. Me hace un gesto para que lo siga.
Al entrar en el edificio, siento que la historia se repite. La gente se detiene, susurros flotan en el aire, sus ojos fijos en mí. Puedo escuchar sus murmullos mientras caminamos hacia el ascensor. "Se parece tanto a Valentina", dice una. "Creí que era Valentina," susurra otra, y mi corazón se aprieta. Es una comparación dolorosa que se siente como si me robaran la identidad, como si yo fuera una simple copia. ¿Cómo es posible que mi propia existencia sea una sombra de la de mi hermana?
A mi padre se acerca un chico, saluda de forma cortés, y me da una mirada que pasa de confusión a sorpresa. Mi padre solo habla, serio:
— Ernesto, dile a todos que dejen lo que están haciendo, los espero a todos en la sala de reuniones en diez minutos máximo —sentencia con seriedad, el chico lo mira como si quisiera objetar, pero mi padre lo interrumpe— No me importa lo que estén haciendo, esto es importante. Quiero que se aseguren de que todo esté en perfecto orden. —Su voz baja, un susurro que no puedo captar por completo, pero escucho la palabra "sorpresa" y mi corazón da un vuelco— Quiero que todo el mundo esté presente.
Ernesto solo asiente con nerviosismo y se marcha con rapidez.
Los susurros siguen mientras subimos en el ascensor. Llegamos a uno de los últimos pisos, al parecer donde están las oficinas de los altos mandos.
— Te voy a enseñar la que va a ser tu oficina a partir de ahora —dice mi padre con voz seria, guiándome hasta el final del pasillo. Cuento diez puertas, cinco de cada lado. Mi padre me guía al final del pasillo, todas las puertas tienen en el área exterior un escritorio, donde supongo se colocan los secretarios, pero extrañamente no hay nadie. Se detiene en la última puerta a mano derecha— Esta es tu oficina, justo al frente está la de tu hermana.
Abre la puerta, y quedo sorprendida. Lo primero que capta mi atención es el gran ventanal que deja ver toda la ciudad, es como estar en las nubes por lo alto que estamos. Veo dos escritorios, una zona de sofás, un mini bar, un baño y un archivo privado.
— ¿Y cuál se supone que va a ser mi trabajo aquí? —pregunto antes de fijar mi vista en mi padre.
— Eso lo sabrás en unos momentos, ahora vamos —dice saliendo de la oficina, yo solo lo sigo hacia el ascensor, pasamos otro piso hasta que llegamos al último, un salón de mármol pulido y paredes de vidrio que ofrecen una vista panorámica de la ciudad. Pude ver a la multitud que esperaba por él. Son cientos de empleados, de todos los géneros, edades y clases, sentados en filas de sillas frente a un podio. Al fondo, hay una pantalla gigante que muestra un logo en movimiento, el de "Honey Red Corporation, V.G".
Las miradas de todos se clavan en mí, y siento un escalofrío. Algunas miradas son de pura admiración, otras de confusión y envidia. Hay hombres y mujeres que me miran de forma lasciva, como si yo fuera un objeto que se puede poseer. Unos pocos me miran con genuina curiosidad, tratando de entender quién soy yo y por qué estoy allí. Pero en su mayoría, los rostros de todos los allí presentes tienen una expresión de resentimiento.
Mi padre se para en el podio, con una mano en mi espalda, como si me estuviera presentando ante el mundo. Su voz resuena en la sala, llena de un poder que me hace sentir aún más pequeña.
— Buen día a todos. Los he convocado hoy para presentarles a la nueva integrante de la empresa, la Vicepresidenta del departamento comercial. Ella es Luna Valera, mi hija.
Un murmullo de sorpresa llena el lugar. Las miradas se hacen más intensas, más escrutadoras. Puedo ver cómo muchos de ellos intercambian miradas, y cómo los susurros se hacen más fuertes, llenos de sorpresa y veneno. Las preguntas no tardan en llegar, lanzadas por los empleados con una mezcla de curiosidad, indignación y celos.
— ¿Por qué la presentan ahora, señor? —pregunta un hombre de traje, su voz llena de indignación.
— ¿No teníamos ya a un Vicepresidente, señor? —pregunta una mujer, su mirada de pura envidia me quema.
Mi padre, con una calma que me hace temblar, levanta una mano, haciendo callar a todos.
— Yo no le debo explicaciones a nadie, el jefe aquí soy yo, y el que no esté de acuerdo puede dejarme su carta de renuncia. Mi hija no es la Vicepresidenta por capricho. Ella es la única y legítima heredera de esta empresa. No tengo nada más que decir. La reunión ha terminado.
Con esas palabras, se da la vuelta y se marcha, sin dar una oportunidad para una sola pregunta. Lo sigo, sintiendo los cientos de ojos fijos en mi espalda. La humillación es tan intensa como la que había sentido en ese almacén, pero esta vez, no tengo miedo. Siento mi mandíbula apretarse, y un fuego de pura determinación arde en mi interior. Este es el inicio de mi juego. El inicio de mi venganza. Yo soy la legítima dueña de esta empresa, y mi misión es destruirla desde dentro.