Capítulo 10: La Verdad en la Noche

1959 Words
—Señorita, baje esa arma —dijo uno de los dos hombres, él pelinegro, levantando un poco las manos mientras avanzaban hacia mí, con una calma que me helaba la sangre. —¡No! ¡No se muevan o juro que disparo! —grité, la histeria trepando por mi garganta. El moreno, dio un paso hacia mí. Le apunté al pie. Sin pensarlo dos veces, el estallido seco de la pistola resonó en el estacionamiento. El tipo soltó un gruñido ahogado, cayendo de rodillas, la sangre oscura manchando el asfalto. —¡Les dije que no se acercaran! —Mi voz era una mezcla de furia y terror. Lo miré con ojos salvajes mientras el otro hombre, ileso, levantaba las manos, una mueca de sorpresa cruzando su rostro. —¡Respondan! ¡¿Por qué diablos me están siguiendo?! ¡Respondan o los mato! —Señorita, solo estamos aquí para protegerla —dijo el moreno al que le había disparado, su voz tensa por el dolor. —¿Protegerme? ¿Por qué? ¿Por órdenes de quién? ¡Yo no les creo nada! —La rabia hervía en mí, una furia impotente. El otro tipo, soltó un suspiro pesado, como si mi arrebato fuera una inconveniencia. —Señorita, no podemos darle esa información. Grité de frustración, y sin pensarlo dos veces, le disparé al pelinegro, que acababa de hablar. El impacto fue seco. Él soltó un gruñido, agarrándose la pierna, una mancha de sangre extendiéndose. —¡Es solo que nuestro jefe nos mandó, por favor, ya! —rogó el moreno, su voz ronca de dolor, sus ojos suplicantes. —¿Y quién diablos es su jefe? ¿Y por qué coño de la madre me quiere "proteger"? —Hice comillas en la última palabra, la rabia y la impotencia brillando en mis ojos. Ellos solo me veían fijamente, sus rostros una mezcla de dolor. —¡Diablos, señorita! ¿Pero no entiende que no podemos decir eso porque si no, nuestro jefe nos mata? Solté una risa que hasta a mí misma me dio miedo. Era hueca, sin alegría, la risa de alguien que ha llegado a su límite. Di una pequeña sonrisa amarga antes de apuntar la pistola a la cabeza del moreno. —Adivinen qué —mi voz un susurro cargado de amenaza—. Si no hablan, los mato yo. Ustedes deciden en manos de quién morir. Vi como el pelinegro metió una mano temblorosa en el bolsillo de su pantalón. Le hice una advertencia con el arma, la cuál ignoró, sacó un teléfono. Vi cómo marcaba un número y luego escuché el clic que indicaba que había puesto la llamada en altavoz. —Jefe —la voz del hombre era tensa, entrecortada—. Se nos complicó un poco esta situación, la señorita Alaia nos disparó, quiere saber quién es usted. Escuché una risa profunda, salir del teléfono, seguida de una voz gruesa que me erizó los vellos. —Esa niña tiene el mismo carácter que yo, es de familia. Me sobresalté un poco, una sacudida interna al escuchar esa voz reclamar mi carácter como "de familia". Pero disimulé. Me enderecé, la pistola firme en mi mano, y hablé fuerte para que me escuchara. —¡¿Quién diablos eres y qué quieres conmigo?! —grité—. ¡Habla ahora o mato a estos malditos perros! ¡No me va a temblar el pulso para hacerlo! Los dos hombres se miraron entre sí, la desesperación en sus rostros. Otra risa resonó desde el teléfono. —Soy tu padre, Alaia —dijo la voz, pausada—. Y esta es una larga historia. Tal vez quieras venir a conocerla. Claro, si no matas antes a tus guardaespaldas. Solté un bufido, la incredulidad y la furia chocando dentro de mí. ¿Padre? ¡Era una broma cruel! —¡Ni mierdas voy a ninguna parte! ¡Yo no tengo padres! —grité, mi voz al límite—. ¡Y es mejor que vengas a buscar a tus malditos jalabolas, y de una vez me dejas en paz! —Acto seguido, mi dedo apretó el gatillo dos veces más, disparándoles a cada uno en la pierna que tenían buena. Ambos hombres soltaron un gemido, cayendo por completo al suelo, retorciéndose de dolor. —¡A la próxima los mato, ¿me entiende?! —amenacé, mis ojos ardían, mi cuerpo temblaba. Di media vuelta, la adrenalina al cien por cien, y me dirigí de regreso al club. Entré como un huracán. Todos me veían fijamente, susurrando, sus ojos fijos en mí. Me dirigí directo a la barra, mi visión fija en Jerry. —¡Jerry! —exigí, mi voz ronca—. ¡Una botella, de lo que sea! ¡Ahora! Él, con el rostro pálido por mi entrada y mi evidente estado, me pasó una botella de ron sin preguntar. La agarré y la levanté a mis labios, el líquido quemando mi garganta. La empecé a beber como si fuera agua, desesperada por ahogar el infierno que acababa de vivir. Sentí cómo me la quitaban de la boca. Alcé la mirada, mis ojos inyectados en sangre, para encontrarme con la profunda preocupación en la mirada de Daniel. Había irrumpido en mi burbuja de autodestrucción. —¿Qué estás haciendo, Luna? —me preguntó, su voz suave, pero con una firmeza que me hizo detener el trago amargo. Yo solo lo miré fijamente, mi respiración aún irregular, mi mente un torbellino de furia y miedo. Vi cómo contuvo la respiración un segundo, cómo sus ojos azules se oscurecieron, escaneando mi rostro, mi alma, como si intentara leer el caos que se reflejaba en mí. —¿Qué tiene esa mirada tuya en este momento? —su voz sonó más ronca, casi un susurro, lleno de una extraña fascinación—. Grita caos, grita fuego, grita algo más allá… Yo solo sonreí de lado, una sonrisa rota, una mueca de desesperación. —Mejor tú dime ¿Por qué tú no me das miedo? ¿Por qué tu toque no me asusta? —Mi voz salió ronca, el mareo, punzante, llegaba a mi cabeza. No estaba acostumbrada a beber alcohol, y el vacío de mi estómago lo sentía con furia. Era una extraña contradicción: el alcohol me aturdía, pero su presencia me centraba. Él no apartó la mirada. —Hay cosas que no tienen explicación, Luna. Al igual que hay conexiones que tampoco tienen lógica, solo suceden, solo se dan. Son así. —Si yo te pido algo, ¿tú lo harías? —le pregunté, mi voz se suavizó, casi una súplica. —Yo haría por ti lo que tú me pidieras, Luna. Hasta matar de ser necesario. —Su respuesta fue instantánea, sin titubeos, una declaración de lealtad absoluta que me dejó sin aliento, una chispa de esperanza en el abismo. Mis ojos se llenaron de lágrimas —Ayúdame —le supliqué, mi voz apenas un susurro desesperado, el último aliento de mi alma—. Porque tú tienes algo que no me pone alerta. Al contrario. Quiero confirmar algo, aunque posiblemente termine mal. Necesito confirmarlo. No estoy segura de qué estaría reflejando mi mirada, él solo afirmó con su cabeza, su expresión seria y decidida, sus ojos jamás abandonando los míos. Yo lo tomé de la mano, mis dedos entrelazándose con los suyos. Era un gesto instintivo. Sin mirar atrás, caminé hacia mi carro, ignorando las miradas, el ruido, todo. Le di las llaves a él, quien me miró sorprendido, pero no cuestionó. —Solo vamos a donde yo te diga —dije, mi voz cargada de una extraña calma, una resolución que apenas reconocía en mí misma—. Y entenderás lo que me preguntaste hace un rato y no me dio tiempo de responder. Tampoco quería hacerlo. Pero siento que tú… tú tienes algo que me calma, Daniel. Es como si fueras un sedante para mi alma herida. —Luna, esto no es necesario, ¿lo sabes, cierto? —dijo preocupado, antes de subirse al carro junto conmigo, su mirada aún fija en la mía. Su preocupación era palpable, pero no me detuvo. —Tal vez no lo sea… —mi voz se entrecortó, las lágrimas se acumularon en mis ojos, nublando mi vista—. Pero sé que si no lo hago en este momento no me voy a atrever nunca… Tal vez solo necesito sacar todo lo que llevo por dentro…—Mi voz se desvaneció en un sollozo. En ese instante, solo sentí cómo me acarició el cabello, despejando los mechones de mi frente. La paz volvió, casi de inmediato. La señal de alarma en mi cerebro, esa que se disparaba con cada roce ajeno, se apagó. Era como si su presencia tuviera un interruptor para mi pánico. Me calmé casi al instante, recostada en el asiento del carro con los ojos cerrados, el mareo del alcohol suavizado por su calma. Le di la dirección de mi apartamento a Daniel. No sé cuánto tiempo pasó. Cuando sentí el carro apagarse, un suave suspiro salió de sus labios, un eco de mi propia liberación. —Ya llegamos, Luna. ¿Qué hacemos aquí? —Este es mi hogar… vamos —dije, abriendo los ojos. Daniel me miró nuevamente sorprendido, sus ojos abriéndose un poco más al reconocer el imponente conjunto de edificios. Estábamos en uno de los complejos residenciales más caros y prestigiosos de Caracas, un lujo que contrastaba brutalmente con la vida que mostraba en el club. Entramos al edificio y subimos hasta mi piso, el penthouse. Al abrir la puerta con mis llaves, lo escuché suspirar de nuevo, una mezcla de asombro y quizás, algo de incredulidad. Miraba todo con sorpresa, los espacios amplios, la vista panorámica de la ciudad, el arte en las paredes. —¿Pero cómo?... —lo escuché susurrar, sus ojos recorriendo cada detalle. —Es una larga historia —dije, mi voz en un susurro apenas audible, cargada de todo el peso de mi pasado—. Una historia donde conocerás a Alaia, y no a Luna… Lo miré. Su cara era todo un poema de confusión y una creciente curiosidad. Yo solo me acerqué a él, despacio, mi corazón latiendo al mil por hora, el miedo y la necesidad peleando dentro de mí. Solo necesitaba confirmar esto… esto que mi alma sentía. —¿Qué haces, Luna?... ¿De qué hablas? —preguntó Daniel, su voz un murmullo suave, su mirada fija en la mía. En menos de un segundo, tenía mis ojos cerrados, mis manos sobre su pecho. Levanté la cabeza lentamente, mi respiración irregular, casi un jadeo. Abrí los ojos de a poco, sentía las lágrimas acumulándose. Él me miraba con preocupación, con ternura, con una confusión palpable, pero también con una expectación que reflejaba la mía. —Sálvame… —susurré por instinto. Antes de que pudiera pensar, antes de que el miedo pudiera ahogarme, uní mis labios a los de él, lentamente. Mi corazón latiendo a mil por hora, mi respiración irregular, igual que la de él. Permanecí con los ojos cerrados, sintiendo las lágrimas caer por mis mejillas. Mis labios quedaron quietos contra los suyos hasta que él los empezó a mover. Lento, sin prisas, con una suavidad que era el antídoto a todo el dolor. Su brazo se deslizó alrededor de mi cintura, atrayéndome más cerca, y en lugar de sentir pánico, sentí una paz abrumadora. Y por primera vez, no me asusté. No me espanté. No sentí asco. No recordé el horror. No reviví la invasión. Por primera vez en mi vida, no me sentía Luna. Solo era Alaia, perdida y encontrada en la calma de un beso que lo era todo. Era la confirmación que mi alma clamaba.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD