Un mareo. Una punzada en la nuca. El aire se sentía pesado, con un olor dulce y artificial que me llenaba los pulmones. Abrí los ojos, parpadeando contra una luz tenue. ¿Me había desmayado? ¿Me habían dormido? La ansiedad, el susto, el golpe a Daniel... todo se mezclaba en una niebla.
La habitación era lujosa. Muebles de madera pulida, tapicería de seda en tonos crema y azul marino. No era mi apartamento. Mis ojos se dirigieron a la ventana: solo agua, un vasto azul que se extendía hasta el horizonte. Un yate. Estaba en un yate.
Un nudo de terror se apretó en mi estómago. Me puse de pie de un salto, la cabeza me dio vueltas. Corrí hacia la puerta, giré el pomo con desesperación. Para mi sorpresa, se abrió. Un temblor me recorrió, pero la adrenalina me impulsó a salir.
Avancé por un pasillo estrecho, la alfombra suave bajo mis pies descalzos. El silencio era casi total, roto solo por el murmullo del motor del yate. De repente, una figura apareció en la esquina. Una chica, joven, vestida con un impoluto uniforme de marinero, me hizo un saludo respetuoso.
Me sobresalté, deteniéndome en seco. Ella no parecía asustada, solo... servicial.
—Señorita Alaia, ya despertó —dijo la chica con una voz calmada y profesional—. Venga, vamos para que se bañe y cambie de ropa. El señor la está esperando.
Mis cejas se fruncieron. ¿El señor? ¿Bañarme? ¿Cambiarme? ¿Qué demonios?
—Esto debe ser una broma, ¿cierto? —exclamé, sintiendo la bilis en mi garganta—. Se supone que me secuestraron, ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me tratan así?
La chica mantuvo la calma, su expresión impasible.
—El señor le explicará todo, señorita. Pero primero, debe bañarse, cambiarse y comer algo.
A regañadientes, mis sentidos en alerta máxima, la seguí. Cada instrucción, cada paso, era un tormento. Me bañé, el agua caliente apenas relajando la tensión en mis músculos. Me vestí con la ropa que me ofreció: unos pantalones holgados de lino blanco y una blusa de seda, también blanca. Ropa cómoda, ligera, extraña para un cautiverio. Comí algo, aunque cada bocado se sentía como arena en mi boca. La chica, me observaba discretamente, sin decir una palabra.
Finalmente, me guio a la cubierta del yate. Era una parte techada, con mesas y sofás de mimbre, y una vista ininterrumpida al mar. Allí, de espaldas a nosotras, mirando el horizonte y con lo que parecía ser una copa en la mano izquierda, estaba un hombre de cabello canoso, impecablemente vestido.
—Señor, ya está aquí la señorita —dijo María, su voz suave.
El hombre no se dio la vuelta de inmediato. Su voz, grave y autoritaria, resonó.
—Gracias, María, te puedes retirar.
La chica dio una leve reverencia.
—Con su permiso. —Y se retiró, dejándome sola con el desconocido.
Mis puños se apretaron. El temor se mezclaba con una furia incontrolable.
—¿Quién diablos eres y qué hago aquí? —exclamé, mi voz rompiendo el silencio del mar.
—Yo te dije para que vinieras por las buenas y tú no quisiste. Ahora cálmate, que tenemos mucho de qué hablar.
Me pasé las manos por el cabello, frustrada, sintiendo que iba a explotar.
—Claro, y como no quise venir, lo más normal es que me secuestres, ¿verdad? —dije con sarcasmo venenoso—. ¡Estás malditamente loco, señor!
En ese momento, el hombre se dio la vuelta. Sus ojos eran de un color miel intenso, incluso más profundos que los míos, una mirada que te perforaba el alma. Me sobresalté. Cuando soltó una risa ronca, una risa que me heló la sangre, supe que era la misma que había escuchado horas antes, la voz del hombre que se suponía era mi padre.
—Tienes el mismo carácter que yo —dijo, sus ojos fijos en los míos—. Es de familia.
—¡Yo no tengo familia, señor! —grité, la rabia desbordándose.
La sonrisa desapareció de su rostro. Sus ojos se endurecieron.
—Sí tienes, Alaia. Ya te dije que soy tu padre.
—¡Un padre no aparece y desaparece de la nada! —grité, la voz ronca—. ¡Un padre no secuestra, maldito loco!
Él dio un paso hacia mí, su postura imponente.
—Alaia —dijo en voz de advertencia, su tono un filo helado.
—¡Alaia nada! —grité, mis pulmones ardiendo —¡Vete a la mierda, maldito loco! ¡Mátame si quieres, pero no voy a hablar contigo de absolutamente nada!
El hombre entrecerró los ojos. Su voz se volvió un tono de fastidio peligroso.
—Hija, no me hagas hacer esto por las malas.
Lo miré, desafiante, mis manos apoyadas en mi cintura.
—Pues tendrá que ser por las malas —escupí—, porque yo no te pienso escuchar.
En ese momento, el hombre hizo un gesto discreto con la mano. Uno de los guardias que permanecía en las sombras se acercó a mí. Cuando intentó agarrarme, la furia me dio fuerzas. Lo mordí con fuerza en el brazo y le metí una patada directa en la entrepierna. Él soltó un quejido y retrocedió.
Mi "padre" soltó una carcajada ronca, una risa que resonó en la cubierta.
—Definitivamente te pareces a mí —dijo, la diversión brillando en sus ojos miel.— Soy tu padre —repitió, con una paciencia que me hacía hervir la sangre—. Y estoy aquí para reclamar lo que es mío. Y tú eres mía.
—¡No soy de nadie! ¡Nunca lo he sido! Ahora dices que eres mi padre, que soy tuya, pero, ¿Dónde has estado todos estos años? ¡¿Dónde estaba tu protección cuando yo solo era una niña que necesitaba amor, afecto, una familia de verdad?! ¡¿De qué me sirve que aparezcas ahora si ya crecí con el alma hecha pedazos?! ¡Nunca tuve un abrazo de un padre, una palabra de aliento, un juego, nada! ¡Crecí sola, asustada, esperando que algo malo me pasara en cualquier momento! ¡Y ahora vienes a decirme que eres mi padre! ¡No me hagas reír! Sé que ustedes no me quisieron, sé que me dieron en adopción a una mujer que nunca me quiso y que toda mi vida me hizo sufrir.
Segundo después, me agarraron entre dos hombres. Esta vez no hubo oportunidad. Me inmovilizaron con una fuerza abrumadora. Mis músculos se tensaron, cada fibra de mi ser gritaba en protesta. Los brazos de los guardias eran como tenazas de hierro. Forcejeé, pataleé, pero era inútil. Mis uñas rasgaron la tela de sus uniformes mientras mi frustración se convertía en impotencia. La rabia en mi pecho era un volcán a punto de estallar, pero no podía hacer nada. Finalmente, con un empujón firme y sin ser violentos, me obligaron a sentarme en uno de los sofás, sujetándome con firmeza. La conversación apenas comenzaba.
Él me observó en silencio, sus ojos miel fijos en los míos. Su rostro, antes tan impasible, mostraba ahora una mezcla compleja de sorpresa y algo más profundo, una chispa de remordimiento que me dio una cruel satisfacción. Por primera vez, parecía no tener una respuesta inmediata. La atmósfera se cargó con el peso de mis palabras, el eco de mi dolor. Mis gritos resonaron en la cubierta, mezclándose con el sonido constante del mar.
—Alaia, sé que es difícil de entender ahora. Sé que has sufrido, y me duele más de lo que puedes imaginar. Pero lo que te han contado... no es la verdad.
—¿A qué te refieres? —pregunté, con mi voz rasposa, la garganta adolorida por los gritos.
—Tú fuiste secuestrada al nacer, Alaia. Esa mujer, la que tú conoces como tu 'madre', te robó de la cuna del hospital. Su intención nunca la supimos, pero sospechamos que era venderte o pedir un rescate, cosa que nunca paso. Estuvo años escondiéndote. Te buscamos. Cada día, cada hora de tu vida, te hemos buscado sin descanso. No había un solo rincón en el país donde no tuviéramos ojos y oídos buscándote, pero ella era hábil. Tenía contactos en los bajos fondos, gente que la encubría. Cada pista era un callejón sin salida.
Mis pensamientos se arremolinaron. ¿Secuestrada? ¿Robada? La historia que me había contado mi 'madre' sobre ser adoptada... ¿era todo una mentira aún más grande?
—¿Cómo... cómo me encontraron entonces? —pregunté, mi voz un hilo apenas audible.
Una sonrisa amarga apareció en sus labios.
—Fue una coincidencia. Una bendición, si quieres llamarlo así. Hace dos meses, un contacto nuestro en un hospital cercano a la zona del club nos dio un aviso. Había una joven pelirroja, con unos ojos miel de un color muy particular, inusualmente intensos, que había llegado muy lastimada, con la cabeza rota y múltiples heridas en el cuerpo. Tu color de cabello, tus ojos... son una característica única de nuestra familia. Una que no se hereda a menudo. La descripción encajaba a la perfección. Mis hombres investigaron, te siguieron desde entonces, confirmaron tu identidad. Fue entonces cuando supimos que eras tú. Mi Alaia.
Me quedé sin palabras, procesando la magnitud de lo que acababa de escuchar. El hospital... ¿había sido esa mi salvación, la forma en que él me encontró? La cabeza me empezó a doler con una intensidad insoportable, como si mil voces gritaran a la vez. Mi 'madre' no era mi madre. Había sido secuestrada. Todo lo que creía saber era una farsa. No, esto no podía ser real. Era una pesadilla. Una pesadilla de la que no podía despertar, y ahora, parecía que nunca lo haría. La oscuridad de mi pasado, la verdad que se revelaba, era más aterradora que cualquier tortura física.