La música electrónica me perforaba los oídos, resonando en mi cráneo como un tambor de guerra. Cada vibración era un martillo en la cabeza. El cuerpo me dolía, cada músculo que había estado contraido ahora protestaba con furia. Sentía el frío pegajoso de la barra bajo mis codos, un eco de la fría inconsciencia en el suelo de mi apartamento. Pero aquí estaba, de nuevo en "El Eclipse", la reina de la noche. Aunque esta noche, la corona se sentía más pesada que nunca.
Bailaba en el centro de la pista, como siempre, moviendo mis caderas al ritmo hipnótico, dejando que mi pelo rojo se batiera como una bandera. Mis ojos miel, ahora, se sentían más opacos, la "alegría contagiosa" era una máscara aún más fina. Solo pensaba en la madrugada. Las palabras de mi madre se repetían sin parar en mi cabeza: "Eres adoptada. Ni siquiera tus padres te quisieron."
El recuerdo me quemaba. Me había despertado en el suelo, el cuerpo entumecido, el pecho oprimido como si una roca gigante me aplastara. La desesperación había sido un nudo en mi garganta, un llanto mudo que me ahogaba. Me levanté arrastrándome, cada movimiento un tormento, y lo primero que hice fue ir a la ducha. El agua fría sobre mi piel ardiente no logró borrar la sensación de suciedad, de ser una mentira. Me había puesto mi chaqueta, mi peluca negra, mi disfraz de Alaia, la "chica buena" que nadie veía, y salí como alma que lleva el diablo. ¿Cómo podía seguir en pie? Era mi única opción. La rutina. La droga del deseo ajeno.
Ahora, bajo los focos de colores, mi cuerpo se movía casi por inercia. Podía sentir las miradas, los deseos, pero era como si una pared de hielo se hubiera levantado entre mi piel y el mundo. La punzada en el pecho era más fuerte que nunca, un abismo que ahora no solo era vacío, sino también un pozo de preguntas sin fondo.
De repente, sentí unos dedos suaves acariciar mi espalda baja. Me giré, y ahí estaba ella: Sol, con esos ojos grandes y oscuros que me miraban con una adoración que siempre me atrajo. Su cabello rizado le caía sobre los hombros, y su sonrisa era un imán. Ya la había visto antes, siempre siguiéndome con la mirada.
—¡Luna! Te ves… tan encendida esta noche —me dijo, su voz era un susurro grave que apenas escuchaba sobre el bajo, pero su intensidad me llegó. Sus dedos ahora delineaban la curva de mi cadera, enviando escalofríos.
Sonreí, ese tipo de sonrisa que prometía todo y nada a la vez.
—¿Y tú, Sol? ¿Vienes a quemarte un poco?
Ella mordió su labio inferior, sus ojos bailando de deseo puro. Su mano subió por mi espalda, sus uñas rozando mi piel bajo el vestido. Podía sentir su aliento cálido cerca de mi cuello.
—¿Qué tal si hacemos un eclipse? —murmuró Sol, y sus ojos brillaron con una picardía que me encendió al instante.
—¿Vamos a otro lado, entonces? —le pregunté, mi voz se había vuelto más ronca. Necesitaba esto, necesitaba sentir algo que no fuera vacío.
—Muero de ganas.
La guié sin decir más hacia un rincón más oscuro del club, una pequeña sala reservada, casi oculta, donde las luces neón se volvían más íntimas y el sonido se amortiguaba. En cuanto entramos, Sol me empujó suavemente contra la pared, y sus labios se estrellaron contra los míos. Era un beso hambriento, desesperado, que me robaba el aliento. Mis manos se aferraron a su cabello mientras su boca exploraba la mía, su lengua buscando la mía con urgencia. Podía saborear su perfume dulce, mezclado con el sudor y el humo del club. Era una distracción perfecta.
Nos separamos un poco, ambas jadeando. Sus ojos brillaban en la penumbra, llenos de un deseo puro que casi dolía.
—No sabes cuánto te he deseado, Luna. Siempre tan lejos, tan… perfecta.
Mi risa fue baja y sensual.—¿Perfecta? Nadie es perfecto, cariño. ¿Pero te gusta lo que ves? ¿Te gusta lo que tocas?
Sus manos se deslizaron por mi cintura, bajando lentamente, y sus dedos se metieron bajo la tela de mi vestido, rozando el borde de mi lencería. Sentí un escalofrío, recorrerme toda.
—Me encanta —murmuró, sus ojos oscuros me devoraban—. Siento cómo me palpitas bajo mi tacto.
Gemí suave, mi cuerpo empezaba a responder, ese anhelo físico, esa punzada que solo el placer ajeno podía calmar. Mi mano se deslizó por su pierna, subiendo por su muslo, sintiendo la tela suave de su vestido, la piel caliente debajo.
Sol me pegó más a la pared, su cadera presionando la mía. Podía sentir la humedad entre nosotras. Sus dedos hábiles se movieron, encontrando mi intimidad. Sus pulgares rozaron mi clítoris con una delicadeza precisa.
—Estás tan mojada para mí, Luna —susurró, su aliento caliente en mi oreja—. ¿Te gusta que te toque así?
Un gemido más fuerte se escapó de mis labios. Asentí con la cabeza, mi respiración agitada.
—Sí, Sol… más.
Ella obedeció. Sus dedos empezaron a moverse con más ritmo, presionando, acariciando, entrando y saliendo de mi entrada mientras sus labios volvían a los míos. El placer era una ola que crecía, intentando ahogar el vacío. Mis caderas empezaron a balancearse instintivamente contra su mano, buscando más fricción, más de esa dulce agonía.
—Mírame, Luna —me pidió, rompiendo el beso, sus ojos clavados en los míos mientras sus dedos seguían su trabajo.
Nuestras respiraciones eran una, mis jadeos se mezclaban con los suyos. El mundo se redujo a la sensación de sus dedos, al ardor entre mis piernas, a la demanda en sus ojos. Sentía mis paredes contraerse con cada embestida de su pulgar. Estaba al borde, a punto de caer en ese abismo de placer que por un momento lo borraba todo.
El ritmo se aceleró, y justo cuando sentí el primer temblor de mi orgasmo naciendo, cuando el mundo exterior desapareció y el fuego de Sol consumió mi mente...
Un golpe seco en la nuca. El mundo se tambaleó. Los brazos de Sol se soltaron de repente, y un grito ahogado se perdió en el bajo de la música. Mi visión se nubló, y sentí cómo unas manos fuertes, frías y extrañas me agarraban con brutalidad. Quise gritar, patalear, luchar, pero el golpe me había dejado sin fuerzas. La oscuridad se abalanzó sobre mí con la misma violencia con la que mi vida se acababa de desmoronar la noche anterior. Lo último que sentí fue un olor metálico, la presión de algo áspero contra mi boca que me cortaba el aire, y un pánico gélido.
El despertar fue lento, confuso, una mezcla de dolor sordo y el peso de una oscuridad que no era la del club. Mis párpados se abrieron con dificultad, como si hubieran pegado. El aire era denso, olía a humedad y algo metálico, diferente al perfume y sudor del "Eclipse". Mis ojos tardaron en acostumbrarse a la penumbra, que no era total; una luz débil, amarillenta, venía de algún lado, apenas iluminando una habitación pequeña y fría. No reconocía nada.
Intenté moverme, pero mis brazos y piernas no respondían. Un ardor me recorrió las muñecas y los tobillos. Estaba amarrada. Mis manos estaban sujetas detrás de la espalda, atadas a algo duro, y mis piernas, también. Sentí el contacto frío y rugoso de una silla de metal contra mi piel. Pero lo que me heló la sangre fue darme cuenta: estaba completamente desnuda.
Un nudo de pánico se formó en mi garganta, y quise gritar, pedir ayuda, pero solo un sonido ahogado escapó de mí. Tenía una mordaza apretada en la boca, una venda gruesa que me impedía hablar, respirar bien. La impotencia me golpeó con fuerza.
Mis ojos, ya más adaptados, buscaron desesperados por la habitación. Fue entonces cuando los vi. Eran tres hombres. Estaban de pie, no muy lejos, mirándome fijamente. Sus rostros eran sombras duras bajo la luz tenue. No había en ellos ni una pizca de la adoración que solía ver en los ojos de los hombres. Solo una curiosidad fría, casi depredadora.
Uno de ellos, el del centro, dio un paso adelante. Era alto y corpulento. Su voz era grave, sin emoción, pero cada palabra se clavó en mí.
—Así que tú eres la famosa Luna. Tan sensual como todos dicen —hizo una pausa, y su mirada recorrió mi cuerpo desnudo con una insolencia que me revolvió el estómago. Quise escupirle, quemarlo con los ojos, pero solo podía temblar—. ¿Será cierto que eres tan adictiva? ¿Tan buena amante?
Mi corazón se disparó, golpeando mis costillas con furia. La humillación era tan intensa como el miedo. Mi cuerpo, mi arma, mi santuario de placer y escape, ahora estaba expuesto, vulnerable, sin mi permiso. Estaba amarrada, muda, y mi existencia, mi fama, se había convertido en su juguete. No era Luna, la diosa; era Alaia, la indefensa, la que no era querida por nadie. El vacío de mi pecho se hizo un abismo, y esta vez, el pánico no me dejó perder la conciencia. Estaba atrapada, y la pesadilla apenas comenzaba.