Piezas en el tablero

1126 Words
La noche era un manto nublado de grises oscuros y azulados que predominaba en el cielo. No había estrellas. No había luna. Era como si estas estuvieran temerosas de lo que sucedía en la tierra. El frío del metal se le metía en los huesos. Cecil apenas se atrevía a moverse. El lugar donde lo tenían era una celda mínima, sin ventanas ni relojes, donde la única luz provenía de un foco amarillento que parpadeaba cada tanto, como burlándose de su desesperanza. Seguía tiritando. No sabía si por el frío o por lo que había visto. Su cuerpo no le obedecía en absoluto. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Derek retorciéndose bajo los látigos. La sangre. Los gritos. La expresión serena de Emilia, como si se tratara de algo tan rutinario como respirar. Quiso creer que todo había sido una pesadilla, pero las marcas en sus muñecas y la pesadez en su cuerpo eran demasiado reales. No conseguía obtener paz ni siquiera podía arrinconarse sin sentir el gélido de las paredes. Entonces pensó. Mila. ¿Dónde estaba? ¿Qué le estarían haciendo? La sola idea de que estuviera sola, sin que él pudiera ayudarla, le apretó el pecho hasta dolerle. Aunque no pudiera hacer mucho realmente. Deseaba entender, quería saber las respuestas a cada pregunta que su mente le generaba ignorante de todo lo que estaba pasando. Se incorporó con dificultad. Las esposas que antes le ataban ahora habían sido cambiadas por una especie de anillos de acero ajustados a sus muñecas y tobillos, sujetos a la pared por cadenas cortas. No podría correr. Apenas podía dar dos pasos. En cuanto hacía algún movimiento brusco, sentía sus extremidades arder. Era difícil controlar los gemidos de dolor debido a esto. Entonces escuchó pasos. Pesados. Ordenados. Era muy similar a una marcha bajo compás. Un grupo de soldados entró, encabezados por Emilia. Su silueta se recortaba contra la luz del pasillo, elegante y letal. Su mirada era fría y sin vida. Se sentía como un aire amenazante inundaba todo cuanto tocara. — El niño aún resiste —comentó ella, como si hablara de un experimento en vez de una persona—. ¿Sabes lo que me gusta de ti, Cecil? —preguntó, acercándose hasta quedar a un metro de él—. Que todavía crees en cosas como el honor, la familia, el amor. Cecil apretó los puños. No sabía de lo que hablaba. Le parecían cosas realmente extrañas. ¿amor? ¿familia? Esos conceptos hace mucho tiempo lo abandonaron. Su única familia supuestamente había salido de viaje y de hecho, apenas la recordaba. Aun así, algo había claro dentro de él. No pensaba hablar. No pensaba darle ese gusto. Emilia sonrió de lado, casi divertida. — Pronto aprenderás que esas cosas no tienen valor aquí. —Hizo un gesto—. Empiecen. Antes de que Cecil pudiera preguntar qué significaba, dos soldados se acercaron con un objeto: una especie de casco de metal, lleno de cables y electrodos. — ¡No! —trató de retroceder, pero las cadenas le impidieron moverse. — No vamos a hacerte daño —dijo Emilia, con una amabilidad tan falsa que era peor que una amenaza—. Solo vamos a enseñarte la verdad. Mientras luchaba, el casco descendió sobre su cabeza. El frío contacto del metal en sus sienes fue lo último que sintió antes de que todo estallara en un torrente de imágenes violentas, rápidas, como cuchillos atravesando su mente. Voces que no eran suyas. Recuerdos que no reconocía. Órdenes. Mandatos. Condicionamientos. Y entonces vio una imagen. Mila, mucho más joven, la imagen de una pequeña que la sostenía con todas sus fuerzas mientras el sangraba en el suelo. Y en el fondo de todo, una voz grave, dominante, susurrándole: “Olvida quién eres. Recuerda para qué existes.” Aquella voz se sentía hipnótica como una tentación imposible de vencer, su corazón se sentía pesado y le dolía con cada estruendo grave de aquella tonalidad. La imagen de Mila parecía desvanecerse como si retrocediera. Vio a Emilia quien jugaba con él poco antes de que un sonido en la habitación los alertara. De pronto otro recuerdo lo invadió, estaba ahora en un pequeño sótano con su oso de peluche y su manta. Los recuerdos vividos de una tragedia le llenaban la cabeza seguido de un dolor intenso. Los gritos se escuchaban fuertemente en los pasillos, se podía sentir el dolor solo con escuchar aquel grito lleno de angustia. Todos podían escuchar aquel sonido como si fuera suyo. Emilia ni se inmutó era como si no le importara lo que le sucediera con tal de cumplir el sueño de su amo. Aquel sueño que solo él conocía. Pero entonces sintió un punzante dolor de cabeza. Emilia era una jefa de investigaciones en un laboratorio. Una de las mejores junto con Cliff Sergei. El equipo estaba cerca de un descubrimiento extraordinario. Como sanar enfermedades a partir de células madre y el dominio de la genética con base en tejidos sanos. Pero no solo era esa parte lo que se encontraba en sus deberes. Una de sus mayores convicciones era poder curar una enfermedad congénita en los cuerpos de sus pequeños hijos. una condición que se generó a partir de la evolución global y la excesiva contaminación del aire. Se llamaba la enfermedad de nebeles. No obstante, ahora le era imposible recordar aquello ¿por qué? No lo sabía, su cuerpo solo se tensó para luego abandonar la habitación. Solo quería un poco de silencio. Por alguna razón aquellos gritos solo la perturbaban con aquel dolor en su cabeza. Mientras tanto... Mila, en el laboratorio, apenas podía mantenerse en pie. El Dueño había ordenado que la prepararan. Y "preparar" no significaba sanar sus heridas. Significaba doblegarla. Dos enfermeros, vestidos con batas tan blancas que herían la vista, se acercaron a ella con una mezcla de medicamentos e instrumentos médicos. No había violencia directa: era mucho peor. Era el mismo método que se usaría para domesticar a una fiera salvaje. Paciencia. Insistencia. Pérdida de identidad. — Relájate —le susurró uno mientras limpiaba una herida en su brazo—. El Amo no quiere destruirte. Solo quiere... reconstruirte. Mila cerró los ojos. Mientras forcejeaba violenta intentando soltarse cuando vio llegar al matasanos de Simón. Cliff Sergei, el doctor del callejón “S” hacía su entrada tímido como si no quisiera afrontar la situación. Aun así bajo el mando de su nuevo amo, no tuvo de otra más que acercarse a la mujer y comenzar con el trabajo. Pidió disculpas casi murmurándolo. Y comenzó con la tortura. La mujer no pudo oponer resistencia. Pero Juró, en silencio, que encontraría una forma de luchar. Aunque fuera desde el mismo corazón del infierno.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD