-¿Y...? -Carraspeé, intentando controlar el temblor en mi voz. Mi pecho dolía de una forma que ya conocía demasiado bien, con esa punzada aguda que se repetía cada vez que lo veía hablar de ella-. ¿Al final terminaste lo que preparaste?
Él sonrió. Una sonrisa amplia, radiante. La clase de sonrisa que no podía evitar cuando hablaba de ella.
-Sí. Como estoy completamente seguro de que ella será mi mate, en unos meses le propondré que sea mi Luna. Así no tendrá que irse otra vez en las vacaciones.
Mi propia sonrisa se sintió ajena, como si no me perteneciera. Como si fuera un reflejo vacío, una máscara más en mi colección.
No necesitaba preguntarle para qué había sido el dinero que me pidió hace unos meses. Lo sabía.
El anillo.
El anillo con el que le pediría a Galilea que pasara el resto de su vida con él.
Y yo, como el idiota que siempre he sido, le di el dinero sin pensarlo. Sin dudarlo. Porque si Anghelo me pedía algo, yo se lo daba.
Porque su felicidad siempre había estado por encima de la mía.
Las vacaciones de mitad de año estaban cerca, y esas semanas siempre habían sido las únicas en las que él era solo mío. Eran las pocas fechas en las que Galilea no estaba aquí, en las que Anghelo y yo nos encerrábamos a jugar videojuegos, a ver películas, a hablar hasta la madrugada sin que nadie nos interrumpiera.
Pero si ella se quedaba...
Si ella aceptaba su propuesta, si se convertía en su Luna y jamás volvía a su manada... entonces ni siquiera esos pequeños instantes de felicidad me quedarían.
Sería el final de todo.
Porque desde que ella llegó hace cinco años, Anghelo solo había tenido ojos para ella. Y cuando se hicieron novios, fue aún peor. Y ahora, estaba por darle lo único que me quedaba: el tiempo que compartíamos.
Pero... ¿quién era yo para interponerme en su felicidad?
Respiré hondo, tratando de ignorar el peso en mi pecho.
-Q-qué bueno, amigo -dije con la voz apenas estable, forzándome a mantener mi sonrisa-. Seguramente se pondrá muy feliz con la noticia.
Me tragué mis propias palabras como cristales rotos.
-¿Cuándo se lo dirás a tus padres?
-Después de estas vacaciones de verano. Así ella podrá hablarlo con los suyos y empezar a buscar un reemplazo en su manada. Mientras tanto, yo iré preparando todo aquí -respondió con emoción.
Su entusiasmo me dolió más de lo que quería admitir.
Asentí, fingiendo compartir su felicidad.
-Y pensar que en unos meses cumplirás dieciocho... Serás Alfa.
Su expresión cambió por un momento, tornándose más solemne.
-Lo sé... Estoy emocionado -susurró, con un brillo nervioso en los ojos.
Me obligué a reír y a darle un golpe ligero en el hombro, como si todo estuviera bien. Como si mi mundo no estuviera derrumbándose con cada palabra suya.
-Bien, ve con tu chica antes de que se desespere y piense que la has olvidado.
Porque yo sí podía ser olvidado. Porque a mí nadie me esperaba.
Anghelo sonrió.
-Gracias, Nail. Nos vemos más tarde.
Lo vi alejarse, con su andar despreocupado, con esa confianza que siempre tenía cuando hablaba de ella.
-Cla-claro, Anghelo... Saluda a Galilea de mi parte -murmuré, y cuando su figura desapareció de mi vista, la sonrisa en mi rostro se desmoronó.
Mis labios seguían estirados en esa curva hipócrita mientras mis ojos se cerraban, incapaces de contener más el peso de todo lo que llevaba dentro.
Las lágrimas cayeron.
No importa cuánto duela, porque amo cómo quema el amor...
Y dolía.
Dolía de una forma que no tenía sentido.
Como el filo de una hoja contra la piel, como brasas encendidas bajo la carne. Como veneno deslizándose lento por mis venas, destruyéndome desde dentro.
Dejé caer mis manos a los lados, frustrado.
Estaba harto. Harto de llorar cada vez que él se iba con ella. Harto de sentir cómo mi corazón se desgarraba en silencio mientras él hablaba de su amor perfecto, sin darse cuenta de que estaba rompiéndome en pedazos.
Harto de seguir amándolo cuando no debía.
Limpie mis ojos con brusquedad, obligándome a respirar. A fingir que no importaba.
Porque no podía importar.
Porque debía estar feliz por él.
Porque él era mi mejor amigo. Y eso hacían los amigos, ¿no? Celebrar sus alegrías, apoyarlos en los momentos difíciles, estar allí sin importar qué.
No importaba cuánto doliera.
Cuánto quemara, cuánto ardiera, cuánto consumiera y jodiera estar enamorado de alguien que, sin saberlo, me destruía un poco más cada día.
Iba a estar a su lado en las malas, en las horribles y en las peores, porque en los buenos momentos le sobrarían personas.
Yo seguiría aquí.
Siempre aquí.
Porque aunque me doliera, aunque me rompiera, aunque me consumiera... no sabía cómo alejarme.
Anghelo era fuego.
Me quemaba sin consumirme, pero al menos me alumbraba en la oscuridad.
Me salvaba de perderme por completo.
Froté mi rostro con frustración.
Y sonreí.
Porque era lo único que podía hacer.
Necesitaba sexo.
Lo pensé, lo sentí, lo deseé con desesperación, con un ardor en el pecho que no tenía nada que ver con el deseo y sí mucho con la frustración.
Solté un suspiro áspero, apenas un eco de lo que en realidad quería gritar.
-Supongo que Kall estará disponible... -murmuré, limpiándome el rostro con las mangas de mi chaqueta.
Di media vuelta, dispuesto a largarme de allí. A dejar que el placer hiciera su trabajo, al menos por un par de horas.
Y también necesitaba sacarme a este imbécil del corazón.
Pero los milagros no existían.
Bufé, hundiendo las manos en los bolsillos con la mandíbula apretada.
Cada puto día, cada puto segundo, me repetía lo mismo: Olvídalo, supéralo, sigue adelante.
Y cada puto día, cada puto segundo, la verdad me escupía en la cara: No puedes.
No puedo.
Me di cuenta de que había empezado a caminar con pasos pesados, casi agresivos, saliendo del bosque sin fijarme en nada más que la silueta de la casa de Kall en la distancia.
Kall Hunyer.
Un chico adicto a mi sexo duro.
¿Qué creyeron? ¿Que era un maldito pasivo? No.
Lo fui una vez.
Una jodida vez.
No caminé por dos días.
Y yo prefiero dejar sin caminar a que me dejen sin caminar.
Regresando a Kall...
Él era lindo, lo suficiente como para engañar a cualquiera. Su cabello liso y castaño, sus ojos marrones claros llenos de dulzura, esa sonrisa inocente que parecía prometer algo puro, algo blando, algo cálido.
Pero yo lo conocía.
Esa dulzura era una fachada.
Kall era un demonio disfrazado de ángel.
Sabía lo que quería y lo tomaba. Sin vacilaciones. Sin arrepentimientos. Sin preguntas.
Era adictivo verlo debajo de mí, su cabello pegado a la frente por el sudor, aferrándose a lo que pudiera, gimiendo y maldiciendo con un placer tan crudo que se sentía irreal.
En esos momentos, desaparecía toda la inocencia de su rostro.
Y se perdía en mí.
Eso era lo único que importaba, ¿no?
Que alguien me apreciara, aunque fuera solo por el sexo.
Y él me apreciaba.
Me apreciaba con las uñas clavadas en mi espalda, con las piernas enredadas en mi cintura, con la voz ronca de tanto gritar mi nombre.
No era amor.
Pero era lo más cercano a lo que podría aspirar.
Por eso, cuando finalmente llegué a su casa, ni siquiera dudé.