Stefan
El grito desgarrador de Vittoria me hizo entender que algo andaba mal en mí.
—¡Joder! —mascullé, apoyándome en la pared fría—. Siempre llevo el cuerpo al límite... Pero ahora debo entrenarla. Enseñarle a causar destrozos. Y será más fácil si empieza con su propia familia.
Mi mente retrocedió a aquel día maldito: el día que conocí a la mujer que sería mi perdición.
Nadia Lipinska. Hija del Pakhan de Rusia.
Nuestras familias habían sellado un acuerdo: negocios a cambio de una boda. Como heredero de los Volkov, ese era mi destino. La unión no me entusiasmaba, pero la aceptaría. Los planes de mi padre para destronar al Pakhan de Chicago eran impecables... hasta que descubrimos la traición. Mi madre yacía en la cama de James Norak. El peor insulto a nuestro linaje. Su condena fue clara: muerte.
Un funeral... y un compromiso. No estaba de humor para una patética fiesta. Pero al ver a Nadia —su sonrisa de hielo, sus ojos como dagas— la furia me devoró. Solo así obtendría el título de Pakhan en Polonia. Mis negocios crecieron como la maleza... Solo me faltaba conquistar las embarcaciones de Tierra del Fuego.
—¡Joder, Stefan! —La voz de Mario me arrancó de los recuerdos—. ¡Esto está infectado!
El dolor era un cuchillo retorciéndose en mi costado. Otra maldita infección.
—Stefan... —Una voz dulce como el veneno rozó mi oído—. ¿Qué puedo hacer por ti? Estoy tan...
—¡Largo de aquí! —gruñí, empuñando el cuchillo oculto en mi manga—. No te quiero cerca.
Los planes de mi padre para destronar al Pakhan de Chicago eran impecables... hasta que descubrimos la verdadera herida. Aquella que sangraba desde hacía veinte años.
Mi madre, Elena Volkov, no yacía en la cama de James Norak por lujuria. Yacía allí por venganza.
—¿Nunca te preguntaste por qué tu padre prohibía mencionar Irlanda? —susurró Norak esa noche, mientras abrochaba su camisa frente a mi pistola—. Elena era mía antes de que Dimitri Volkov la robara como botín de guerra.
Retrocedí a 1985. Belfast. El acuerdo entre los Norak y los Volkov para controlar el contrabando de armas. Allí, mi padre conoció a Elena O’Sullivan —bailarina del Grand Opera House— y la reclamó como "compensación" tras masacrar a los Norak en los muelles. James sobrevivió... jurando recuperarla.
—Tu madre llevaba este colgante cuando la secuestraron —Norak arrojó un tréquel de plata manchado de sangre—. Se lo devolví hoy... junto con lo que tu padre le robó: un hijo.
El bebé que ella perdió en el cautiverio Volkov. Mi medio hermano nonato...
La triste historia de amor de mi madre hizo que odiara a mi padre, juré que lo mataría con mis propias manos, aunque necesitaba tenerlo vivo hasta que pudiera tomar el control del imperio. Mi madre fingió lealtad al gran Dimitri Volkov y así es como le dio al gran heredero de la familia Stefan Volkov, mi madre aprendió rápidamente el negocio de lavado de dinero. Sus empresas crecieron rápidamente, e incluso sus tiendas de joyas han sido un éxito.
- Stefan, los antibióticos comenzarán a hacer efecto – Escucho la voz de Mario
¿Porqué estoy teniendo estos malditos recuerdos de mi madre?
—¿Por qué miras ese tréquel, mamá? —tan sólo tenía ocho años y no entendía porqué lloraba cada vez que abría esa caja de madera negra.
—Porque es el símbolo de una promesa, malysh —respondió ella, cerrando el puño sobre la plata—. Algún día... te liberaré de esta jaula.
Soporté cada grito, cada golpe que mi padre descargó sobre ella.
Las paredes de la mansión Volkov absorbieron sus gemidos como esponjas sedientas. Yo, escondido tras el tapiz de “The Battle of Grunwald”, contaba las grietas del mármol mientras Dimitri le arrancaba pedazos de alma a mi madre.Dieciséis años. Dieciséis años de callar cuando sus huesos crujían bajo las botas de él. Dieciséis años de fingir que no veía las marcas de cigarro en sus muñecas.
Nunca intervine.
Ni siquiera cuando la encontré ahogándose en su propia sangre tras "caer" por las escaleras. Nunca la salvé.
Y cuando fue su funeral —ese maldito regalo de Norak que devoró sus pulmones—, me limité a poner una rosa negra en su ataúd. "Los Volkov no lloran", me escupió mi padre. Y yo... le creí.
—Nunca esperes nada de nadie —mascullé, ajustando el puño de mi “trench coat”—. Ni siquiera lealtad.
La frase resonó en el salón de los Lipinski mientras los invitados comenzaban a desvanecerse como marionetas sin hilos. Uno tras otro. Primero el embajador, desplomándose sobre el caviar. Luego la condesa, ahogándose en su champagne. Hay veneno en los tragos, comprendí demasiado tarde. Un veneno lento, elegante. Como ella.
—¡Mario! —rugí, sacando la Walther PPK—. ¡Es una puta trampa!
Mis secuaces irrumpieron entre el humo de las granadas de humo. Cinco sombras leales en un mar de traición. Necesitaba salir de allí. Y necesitaba llevarme a Nadia. No por amor. Sino porque su muerte debía ser mía.
La encontré en el balcón.
La luz de la luna plateaba su vestido de diamanté mientras contemplaba el caos con una sonrisa victoriosa. Sus labios, pintados del rojo de nuestra boda maldita, murmuraban:
—El hijo bastardo de Dimitri ha llegado... Y por fin acabaremos con esto.
Detrás de ella, Ivan Volkov —mi "medio hermano"— apuntaba a mi corazón con una Dragunov.
—Tienes tres segundos para acabar con esto, Nadia —sentencié, avanzando entre cristales rotos.
—¿Y si no? —desafió, inclinando la cabeza como un gato jugando con su presa.
No esperé a que terminara.
Mi Beretta escupió fuego.
Primero cayó Piotr, el guardaespaldas de su izquierda. Después Yuri, con un agujero entre sus ojos de siberiano. Maté a los cinco hombres que la custodiaban, cada bala un latigazo de furia.
—¿Era esto lo que deseabas, Nadia? ¿Verme convertirme en el monstruo que mi padre talló a golpes?, Pues lo haré realidad.
Sus ojos verdes esmeralda no reflejaron nada.
Ni miedo. Ni remordimiento. Solo el vacío de los pozos de sal de Solikamsk. Me lancé hacia ella, rompiendo el collar de perlas que le regalé el día que asesinamos a los Petrov. Mis dedos cerraron su cuello frágil, sintiendo el latido traidor bajo su piel.
—Una vida por una vida —susurré, acercando mis labios a su oído—. La de mi madre... por la tuya.
Entonces sentí el pinchazo en el brazo.
Una aguja fina. Fentanilo, deduje por el sabor metálico en la lengua.
—Jamás le des la espalda a tu enemigo, Stefan —la voz era un cuchillo en mi espalda. James Norak.
El mismo que había visto sobre mi madre en aquella foto manchada de vómito. El mismo que le dio la espalda y la tiró con los lobos.
Nadia aprovechó mi espasmo.
Sacó un bisturí quirúrgico —el mismo que usaba para tallar hielo en nuestros cócteles— y lo posó en mi yugular. Su risa era un carillón roto:
—¿Crees que Dimitri fue tu padre? —su aliento olía a menta y cianuro— Eres basura de orfanato... con el nombre de un asesino.
—Mátame —desafié, atrayéndola contra mí— Así veré a mi madre.
Ella rió.
La hoja se clavó —no en mi garganta, sino en mi rostro. Un surco de fuego desde la ceja hasta la mandíbula.
—Primero pagarás por lo que tu padre le hizo a mi madre —susurró, lamiendo mi sangre del bisturí— Gota a gota
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El silencio me reconfortó durante horas.
O tal vez días. El sonido de la lluvia contra los cristales rotos era un mantra. ¿Habría llovido así la noche que me sacaron de ese lugar?
Siento unas manos cálidas sobre mi palma.
Manos pequeñas. Suaves. Pero me niego a ese tacto. ¿Era Vittoria? ¿O el fantasma de mi madre vengándose?
—Se ve mucho mejor la herida —la voz era miel sobre navajas— Iré por agua limpia.
Mis dedos se cerraron como grilletes en su muñeca antes de que pudiera retirarla.
—¿Por qué? —la palabra salió ronca, como arena en mi garganta— ¿Por qué haces esto?
En la penumbra, sus ojos brillaron como el ámbar del tréquel, era todo confuso, pero la sensación me hizo sentir que algo estaba pasando.
—Porque tu me salvaste, ahora es mi turno de hacer lo mismo, Y tú... no eres el único bastardo en esta guerra.