Capítulo 9 Juegos de Seducción

1193 Words
El agotamiento del entrenamiento me había derrotado. Tras una ducha interminable, el sueño me atrapó antes de rozar la almohada de seda. Necesitaba ese descanso reparador —quizás un bálsamo para músculos convertidos en nudos de dolor—; cada lección de Stefan empujaba los límites de mi resistencia física y psicológica hacia territorios inexplorados. —Gira las caderas en un ángulo de cuarenta y cinco grados —sus manos se posaron en mi piel desnuda, los pulgares presionando las crestas ilíacas—. Exactamente así. Su contacto encendía hogueras bajo mi epidermis. Anhelé que sus palmas recorrieran la topografía de mis caderas, ascendieran por el arco de la cintura, se demoraran en la cartografía secreta bajo mis costillas... Mis senos palpitaban contra el tejido húmedo, los pezones erectos como puntas de flecha bajo la gasa sudada. ¿Lo percibe? La fricción de su torso —un muro tártaro de músculo y cicatrices— quemaba como brasa viva contra mi espalda. —Inmovilidad absoluta —me atrajo con fuerza de combate. Su aliento, caliente y especiado, grabó runas en mi cuello—. Tus movimientos deben ser seducción líquida. Una pavana renacentista —su mano derecha descendió hasta el delta de mi vientre bajo—. Eres un arsenal viviente, carovana. Demasiado letal para tu propio bien. Cada palabra resonó como burla cruel. ¿Hermosa? ¿Letal? Hablaba de mi cuerpo como de una catedral gótica, ignorando las fisuras en los vitrales. ¿Acaso es ciego a las cicatrices en mis muslos, a la asimetría de mis clavículas? —Eleva la mano siguiendo esta línea —su voz en mi nuca vibró como cuerda de contrabajo—. Ahora: sedúceme. Vacilé. ¿Cómo se seduce a un tsunami? Stefan exigía una coreografía que mi cuerpo traumatizado desconocía. —¿Acaso...? —su mirada fue un látigo de desdén—. Aproxima tus labios —sus dedos, férreos como grilletes borgoñones, aprisionaron mi cintura—. Una mujer utiliza su anatomía como campo de batalla. Derriba imperios con un suspiro —tomó mi muñeca izquierda, implantándola sobre su trapecio—. Con falsa delicadeza —el magnetismo entre nuestros cuerpos ionizó el aire—. Deberías usar Dior Poison. Intensificaría tu... efluvio natural. Asentí mecánicamente. Nota mental: fragancia como proyectil. —Aniquila ese miedo —ordenó, clavándome sus ojos de acero siberiano—. Comprende: tú eres el misil. ¡Demonios! Extirpa esa timidez de colegiala. —¡No soy tímida! —protesté, sintiendo la lava del rubor ascendiendo por mi garganta. —Corrobóralo. No hubo vacilación. Mis manos treparon por su cuello como serpientes pitón, las uñas grabando surcos en la piel recién rasurada. Avancé hasta que nuestros labios rozaron el abismo. La quietud nos petrificó en un daguerrotipo de deseo. Entonces... cedí. Abrí la boca en un suspiro, invitando a su lengua a colonizar la mía. El beso inició como exploración cartográfica, un mapa táctil de territorios ignotos, hasta que la presión hidráulica aumentó y la conflagración nos devoró. Mi corazón latía con la furia de una forja. Esta termodinámica es nueva... Paolo solo conocía la mecánica del desprecio. Sus manos descendieron por la geografía de mi espalda con precisión topográfica, deteniéndose en la curva de mis glúteos. Un gemido escapó de mi garganta, sonido primario que nunca creí poseer. —No detengas —su tono fue un mandato feudal. ¿Es esto un examen o una rendición? Nuestros cuerpos escribían una partitura de pasión, un paso doble donde lo presioné con tal ímpetu que solo percibí el muro de piedra al chocar contra él. Me hizo girar en un giro fouetté, hasta que mi espalda encontró la frialdad pétrea. Con un solo movimiento, inmovilizó mis manos sobre mi cabeza, sus dedos convertidos en esposas de carne. Sus ojos irradiaban fuego griego, prometiendo incinerar cada capa de mi vestimenta. Reclamó mis labios en un beso caníbal, sin preámbulos ni cortesía. Dudé un instante — ¿El vendaje?— pero su gruñido fue respuesta suficiente. —Persiste —susurró contra mi boca, mordiendo mi labio inferior—. Esta danza apenas comienza. No comprendía sus motivos, pero anhelaba que aquello no cesara. Nuestro beso se intensificó en una espiral de fuego lento; el aire se volvió opresivo, denso como mercurio. Mi respiración entrecortada trazaba ritmos caóticos mientras repetía el mantra: "Esto es entrenamiento. Solo eres un instrumento de venganza. Una pieza más." El pensamiento me atravesó como un estilete: —Soy una pieza intercambiable. —Aquí no hay lugar para sentimientos. —No. —La frialdad es tu único aliado.— —¿Qué sucede? —Stefan liberó mis muñecas y retrocedió medio paso, creando un abismo de centímetros—. ¿Acaso piensas en otro? —Su mirada era un haz de lámina afilada. —No... en absoluto —logré articular, conteniendo el temblor de mis labios—. Solo... asimilo la lección. —Terminamos por hoy —sentenció, volviéndose hacia las sombras del sótano—. Desaparece. Su voz contenía ira, pero también algo más: ¿culpa? ¿Frustración? Asentí y escapé escaleras arriba. El aire gélido del pasillo me abofeteó el rostro, un alivio purificador. Mario, apostado junto a la biblioteca, inquirió con la mirada. —¿Estás bien, princesa? —Sí —mentí, corriendo hacia mi habitación como una fiera acorralada. Me desplomé contra la puerta cerrada, las palmas frotando las mejillas como si pudiera borrar el contacto. —¿Qué fue eso? ¿Ira de instructor? ¿Celos?—Imposible. Él no siente. Él solo ejecuta. La ducha glacial que tomé después fue un exorcismo: agujas de hielo sobre piel hiperconsciente. Bajé a la cocina buscando refugio en rituales conocidos: los cuchillos afilados, las hierbas frescas, la geometría de los ingredientes. Dante irrumpió en la cocina, su cola trazando círculos frenéticos. Esperaba su osso buco diario. Me incliné para rascar su lomo dorado —había crecido un vínculo peligroso entre nosotros. Stefan, curiosamente, jamás objetó sus mañanas juguetonas en el jardín—. —Mario no cenará con nosotros —la voz de Stefan hendió el aire tras de mí. Casi derramo la salsa de tomate—. Disculpa la intrusión. Al girar, lo encontré apoyado en el dintel: camiseta blanca sin mangas que exhibía un bestiario de tinta sobre piel aceitunada. Mis ojos recorrieron las siglas "ACAB" sobre el cuello, la calavera zarista en el bíceps, las cicatrices que serpenteaban como ríos secos hasta el antebrazo. El pantalón de lino revelaba caderas angostas, un vellambre oscuro asomando bajo el ombligo. Tragué saliva, seca la garganta. Nuestras miradas colisionaron. Una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios bajo el vendaje. Atractivo. Peligrosamente, a pesar de la herida. Deseé repetir el beso del sótano... y ahogué el impulso. —Parece que algo capturó tu interés —comentó, avanzando hacia la isla de mármol. El rubor me incendió las orejas. —Perdón... —murmuré, desviando la vista hacia los ajos picados. Recogió una aceituna del cuenco, sus dedos deliberadamente lentos. —No pidas disculpas por mirar. Sé exactamente lo que soy —su tono era un desafío envuelto en seda—. Y lo que provocó.
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