Todo había salido a la perfección. Hugo y el equipo de limpieza se encargarían del resto. Me despedí del personal con una sonrisa cansada, deseando solo la soledad de mi apartamento y la comodidad de mi cama. Mientras esperaba el taxi, un deportivo rojo —un Ferrari 488 Spider— se detuvo frente a mí con un rugido suave que cortó la quietud de la madrugada.
—¿Pensaste que te dejaría ir en un miserable taxi? —Xavier se inclinó hacia la ventana abierta, sus ojos ocultos tras gafas de sol a pesar de la oscuridad—. Sube. Te llevo.
—Te daré el placer de ser mi chófer esta noche —sonreí, deslizándome en el asiento de cuero—. Pero no cantaré victoria tan fácilmente.
El trayecto fue una caricia veloz contra la ciudad dormida. La tentación de quitarme los tacones y dejar que el cansancio me venciera era fuerte, pero me resistí, negándome a mostrar debilidad frente a él.
—¿Puedo bajar la capota? —pregunté, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a burbujear en mis venas.
—Hazlo —asintió, presionando un botón.
El techo se retrajo lentamente, y de pronto el viento nos envolvió, despeinándome con una libertad que no experimentaba desde la adolescencia. Me reí, genuinamente, sintiendo cómo el estrés de la noche se desvanecía entre los rascacielos iluminados.
—Pensé que no eras de las mujeres que arruinan su peinado —comentó Xavier, lanzándome una mirada divertida—. Un punto más para Ana Montecarlo.
—Siempre disfruto los pequeños placeres —grité sobre el rugido del viento—. Hace tiempo que no llegaba a casa tarde, cansada y con ganas de ir a la playa.
—Busca un espacio y vamos —propuso, como si fuera lo más natural del mundo—. ¿Te parece?
Sonreí, imaginándolo por un momento: la arena, el mar, sus manos en mi piel... Pero la realidad se impuso.
—El lanzamiento de la clínica... —comencé a decir, pero él me interrumpió.
—Haz el lanzamiento en la playa. Algo auténtico, relajado —miró de reojo—. Yo puedo ser tu modelo.
La idea era tentadora, brillante incluso. Pero ya estábamos llegando a mi edificio.
—Gracias por traerme y las ideas —dije al bajar, sintiendo una inexplicable punzada de decepción—. Te veré pronto.
Lo observé alejarse, el Ferrari rugiendo en la noche como una promesa de caos. Al entrar a mi apartamento, la soledad me recibió como un abrazo frío. ¿A quién intentaba engañar? Ya no deseaba a Adán; mi obsesión por arruinar su lanzamiento y reclamar a su hija parecía ahora una sombra lejana. Estaba confundida, perdida en un juego cuyas reglas ya no entendía.
Me quité el vestido y arrojé los tacones, deseando borrar la noche. En medio de mi rutina de belleza, un golpe en la puerta me sobresaltó. ¿Xavier? ¿De vuelta ya? Me cubrí con un pants y una camiseta, abriendo con cautela.
Era Adán. Sostenía dos cafés y una bolsa de comida, con una sonrisa que pretendía ser disculpa.
—Sé que acabas de llegar. Fui a ese lugar que te encantaba —dijo, mostrando la bolsa—. ¿Me dejas pasar?
Dudé, pero al final asentí. Mientras hablaba de viejos tiempos —noches furtivas en mi apartamento de residente, desayunos robados al amanecer—, yo solo deseaba que se fuera.
—Ana —dejó todo sobre la mesa y se sentó—, perdón por todo. Por lo de tu padre, por mentirte sobre los óvulos, por Sofía...
—Para —interrumpí, conteniendo la ira—. No quiero oírlo.
—Puedo volver a ser el hombre que necesitas —insistió, tomando mis manos—. Te amo.
Esas palabras, que una vez habrían sido mi salvación, ahora sonaban huecas. Me liberé de su agarre.
—Tú y yo no podemos ser nada —dije, con una calma que me sorprendió—. Ya no te odio, Adán. Ese es el problema. No siento nada. Y no me vendas excusas baratas sobre tu matrimonio. Estamos terminados.
El silencio que siguió fue denso, incómodo. Me levanté, señalando la puerta.
—Debes irte. Estoy cansada.
En sus ojos vi algo más que despecho: desesperación. Y entonces, una idea perversa surgió en mí. ¿Por qué no? ¿Por qué no jugar con su fuego como él jugó con el mío?
—Espera —lo tomé de la mano y lo atraje hacia mí—. Tal vez... en otra ocasión.
Lo besé. Sus labios eran familiares, pero vacíos. No había chispa, solo el frío recuerdo de lo que una vez fue. Me separé rápidamente, pero él sonrió, esperanzado.
—Te llamaré —mentí—. Será en otra ocasión.
Asintió, creyendo en la promesa que nunca cumpliría. Al cerrar la puerta, supe que el precio de su traición finalmente se cobraría... y que yo sería la ejecutora.