Mis noches se habían convertido en un ritual de contradicciones: la dulzura amarga de compartir la cama con Adán, cuyo cuerpo recordaba pero cuyo alma ya no reconocía. Él repetía sus promesas como un mantra obsoleto, y yo fingía creerle mientras mi mente calculaba cada movimiento. Pero era en Aura donde mis demonios realmente bailaban.
Una madrugada, mientras revisaba la colección de libros antiguos en el despacho de mi abuela, mis dedos tropezaron con un volumen falsificado de El Arte de la Guerra. Al intentar sacarlo, descubrí un mecanismo oculto: un botón de ébano que, al girarlo, hizo deslizar un estante completo revelando un pasadizo.
—Tus desafíos siguen siendo espectaculares, abuela —susurré, adentrándome en un corredor iluminado por luces tenues que se perdían en la penumbra.
La habitación secreta era un santuario de placer y transgresión. Arneses de cuero italiano colgaban de paredes forradas en terciopeto burdeos, una cruz de San Andrés dominaba el centro del espacio, y vitrinas exhibían consoladores que parecían obras de arte. Sillones ergonómicos con correas ajustables sugerían posibilidades que hicieron palpitar mi sangre. Mi abuela, la matriarca intachable, había escondido aquí su lado más salvaje.
—Así que por fin descubriste el gabinete de curiosidades de tu abuela —la voz de Xavier resonó en la cámara, haciendo que me estremeciera.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, tratando de disimular cómo me latía el cuello.
—Lo mismo que tú: buscando desahogo para este deseo que nos corroe —avanzó, recorriendo el lugar con mirada experta—. Podría complacerte como ese novio de pacotilla jamás lo hará.
—No tienes derecho a hablar de él —protesté débilmente, aunque mis pupilas se dilataban.
Me acorraló contra la cruz de madera, colocando sus manos a ambos lados de mi cabeza. Su aroma a whisky y tabaco envolviéndome como una advertencia.
—Déjate llevar —susurró, y esta vez no hubo resistencia en mi beso.
Fue una capitulación. Sus labios no preguntaron, reclamaron. Mis dedos se enredaron en su cabello mientras arrancaba su saco y lo arrojaba sobre un diván de cuero. Botón tras botón, revelé su torso: esculpido como those estatuas griegas que adoran los mortales. Al inclinarme para inhalar su esencia, supe que estaba perdida.
—Suave y perfecta —murmuró él, deslizando el cierre de mi vestido con dedos expertos.
La tela cayó como un suspiro. Su cinturón cedió bajo mis manos temblorosas. Cuando quedamos desnudos frente al espejo unidireccional, me guió hacia el sillón de dominación. Al reclinarme, presenté mis nalgas en un gesto de sumisión que me ruborizó.
—Shhh —susurró al aplicar la primera nalgada—. ¿Quieres que todo Aura sepa cómo gimes por mí?
—Si no me complaces, lo gritaré —amenacé, arqueándome con provocación.
Su risa fue un eco perverso. Sentí la punta de su erección buscar mi entrada, untada previamente con un lubricante que ardía como fuego líquido. La penetración fue una revelación: cada embestida desgarraba mis pretensiones de control.
—Esto es el puto paraíso —jadeé, aferrándome a los soportes del sillón.
—Seguiremos así hasta que olvides su nombre —prometió, marcando mi ritmo con nalgadas que alternaban dolor y placer.
Cuando intenté darle órdenes, se detuvo bruscamente. —¿Crees que esto es un juego? —preguntó, retirándose—. Aquí mando yo.
—¡Termina lo que empezaste! —exigí, volviéndome para enfrentarlo.
Su respuesta fue una risa amarga antes de empujarme contra el sillón. La siguiente penetración fue un castigo glorioso, un torbellino donde perdí noción de todo excepto del cuerpo que me poseía. Al final, su gruñido ronco me llenó de triunfo y vergüenza.
Mientras me limpiaba en el baño adjunto, observé su reflejo en el espejo empañado. Xavier se vestía con la elegancia de quien acaba de firmar un contrato.
—Podríamos hacer esto siempre —propuso, abrochándose los gemelos de oro—. Pero prefieres seguir con ese novio trofeo.
—No es mi novio —espeté, ajustando mi robe—. Yo decido con quién acostarme.
—Pues decide esto: no seré tu juguete secreto —me tomó de la cintura—. Seré la pesadilla que arruine cada cita con otro hombre.
—¡No lo harás! —intenté liberarme, pero su agarre era férreo.
—¿No? —su sonrisa era un cuchillo—. Mira en lo que te has convertido: te acuestas con tu ex mientras usas el club de tu abuela como burdel personal. ¿Qué diferencia hay entre tú y cualquier otra?
Sus palabras me golpearon con la fuerza de una verdad largamente negada. Las lágrimas acudieron sin permiso, grabando surros de rímel en mis mejillas.
—¡Lárgate! —grité, sintiendo cómo se resquebrajaba mi fachada.
—No quise… —intentó acercarse, pero levanté una mano.
—¡FUERA!
Al quedar sola, me deslicé al suelo, abrazando mis rodillas como esa niña que una vez creyó en el amor. El orgullo yacía hecho añicos entre juguetes sexuales y espejos que reflejaban a una mujer que ya no reconocía. La venganza ya no sabía a triunfo, sino a cenizas.