Solo había dormido dos malditas horas. Mi mente giraba a mil por hora, enredada entre recuerdos venenosos y el presentimiento de que algo se cernía sobre mí. A las 5:00 a.m., me arrastré fuera de la cama, derrotada por un insomnio que sabía tenía nombre y apellido: Adán Celiav.
En la cocina, la cafetera susurraba su promesa de energía líquida. Mis ojos se clavaron en los dos vasos de café abandonados en la mesa desde la noche anterior. Adán recordó ese lugar, pensé, y un escalofrío me recorrió la espalda. Él siempre fue observador, meticuloso. Así había planeado su estrategia para destruirme y apoderarse de mi legado. Todo aquel dolor lo había encerrado en una caja, pero entre mudanzas y renovaciones, la había perdido de vista. O quizá, simplemente, me había negado a buscarla.
—El armario —murmuré de pronto, como si el fantasma de mi abuela me susurrara al oído.
Frente al ropero junto a la entrada, dudé un instante antes de abrirlo. La luz interior se encendió, revelando abrigos de invierno, bolsos de edición limitada y, en el estante superior, una caja amarilla con etiquetas descoloridas. Mi estúpida caja de esperanzas muertas.
La bajé con cuidado, como si contuviera explosivos, y me instalé en el sillón. Al remover la tapa, el olor a tiempo detenido me golpeó: boletos de avión a París, mapas manoseados, fotos descoloridas. Y allí, bajo una capa de postales, la imagen que me partió en dos: Adán y yo frente a la Torre Eiffel, sonriendo como tontos. «Siempre soñé con traerte aquí», había dicho esa noche, y yo, ingenua, creí que el anillo de compromiso estaría escondido en el champagne. Pero no llegó. Solo excusas vacías. Tiempo para su esposa, migajas para mí.
Entonces las encontré: las cartas. Docenas de sobres manuscritos con mi nombre, cada uno una daga de veneno. Palabras de odio, burlas sangrientas, amenazas veladas. Incluía la nota que recibí el día de la prueba de vestido de novia: «¿Sigues creyendo en cuentos de hadas, Ana? Te espero en el altar del ridículo».
Me dejé caer contra el sofá, el corazón latiendo como un tambor de guerra. Quemarlo todo, pensé. Reducir este pasado a cenizas. Pero algo me detuvo. La venganza requiere paciencia, y yo ya había esperado demasiado. Manipularlo sería más dulce que destruirlo.
El sonido de mi celular cortó la espiral de odio. Un mensaje de Xavier: «¿Sigue en pie lo de la playa?». Sonreí. Quizá era hora de entregarme a una distracción… aunque supiera que él era tan peligroso como Adán.
Sorprendió su puntualidad. Apenas treinta minutos después, estaba en mi puerta, con jeans ajustados y una camisa negra que hacía que sus ojos ámbar brillaran como brasas.
—Vaya. Parece que sí me extrañaste —dijo, con esa arrogancia que me volvía loca.
—Eres odioso —respondí, pero ya me estaba arrojando a sus brazos.
Su olor —mezcla de espuma de afeitar y algo indescifrablemente masculino— me envolvió. Lo abracé con una urgencia que ni yo misma entendía.
—¿Puedo pasar? —preguntó al fin, soltándome lentamente.
Asentí, llevándolo al interior. Esperaba un comentario sarcástico sobre mi decoración minimalista, pero en cambio se detuvo frente a una foto enmarcada: yo sentada en una roca, contemplando un atardecer en Santorini.
—Ese día te preguntabas por qué merecías todo ese dolor —dijo, sin mirarme.
Me paralicé. ¿Cómo lo sabía? Exactamente eso había pensado tras la fallida propuesta de Adán.
—¿Cuál es el plan para hoy? —preguntó, cambiando de tema con elegancia.
—La clínica. Desayuno. Y después… lo que surja.
La clínica olía a pintura fresca y posibilidades. Los permisos estaban en orden, los equipos relucían bajo la luz artificial, y las cajas de mi línea de cosméticos se alineaban como soldados listos para la batalla. Xavier revisó los contratos con una meticulosidad que me sorprendió. Hacía preguntas precisas, técnicamente astutas. Demasiado inteligente para ser solo un modelo, pensé, archivando la duda para después.
—Todo esto será tu legado —comentó, admirando el quirófano principal—. Eres una genia.
—El proyecto de mi vida —respondí, firmando el último documento—. Y ahora, señor Méndez, estoy oficialmente libre.
—Perfecto. Te llevo a un lugar que te volará la mente.
El Ferrari rugió por la carretera costera, el viento jugando con mi cabello mientras Standing Next to You de Jungkook llenaba el espacio entre nosotros. Xavier conducía con una mano, relajado, como si el mundo entero estuviera a sus pies. Me permití admirar su perfil, la mandíbula tensa, la sonrisa casual. ¿Quién eres realmente?
La parada en una gasolinera me desconcertó.
—Llegamos —anunció, señalando un sendero oculto entre los acantilados—. Confía.
Lo seguí, y el mundo se abrió ante nosotros: una playa privada de arena blanca, aguas turquesas y palmeras que se mecían al ritmo del mar. Era un pedazo de paraíso robado al caos.
—Cuando necesites escapar de todo… ven aquí —susurró, su mano rozando la mía.
Cerré los ojos, dejando que la brisa salada me limpiara el alma. Hasta que el vibrar de mi celular cortó el hechizo. Un mensaje de Adán:
«Créeme que te interesará saber: Xavier Méndez es un estafador. Pregúntale sobre su verdadero nombre. Sobre lo que le hizo a su familia en Madrid.»
Guardé el teléfono, la sonrisa congelada en mis labios. No le creía… pero una semilla de duda comenzaba a brotar. Al fin y al cabo, en este juego de apariencias, todos escondíamos algo. Y yo acababa de invitar al lobo a mi redil.