La fiesta terminó para mí mucho antes de que el último invitado se diera cuenta de que había huido. Subí al taxi con la elegancia de una gata acorralada, sintiendo aún el ardor de esa mirada que me taladraba la nuca desde el otro lado del salón. El motor arrancó justo cuando escuché que alguien gritaba mi nombre, pero cerré la ventana como quien sella un ataúd. No miré atrás. Nunca se mira atrás.
En el asiento trasero, dejé escapar un suspiro que llevaba reteniendo desde que sus dedos habían cercado mi muñeca. Necesitaba silencio. Necesitaba olvidar el modo en que su sonrisa parecía prometer una ruina deliciosa. Pero el destino, o quizá él, tenía otros planes. Mi celular vibró con la sutileza de una detonación.
«La Cenicienta huyó antes de que el príncipe pudiera probar su zapatito de cristal. Quiero compensar mi comportamiento de hoy. Te veré mañana para un brunch. —X.»
No respondí. ¿Qué podía decir? «Patán», mascullé para mis adentros, aunque una parte de mí, minúscula y tóxica, se estremeció ante el desafío.
La casa me recibió con su silencio brutal. Me desprendí del vestido como si escapara de una piel ajena y me enfrenté al espejo. La mujer que me devolvía la mirada tenía ojos de hielo y labios que aún recordaban el peso de su sonrisa. ¿Auténtica?, me pregunté mientras bosquejaba mentalmente las invitaciones para la reapertura de Aura. Rojo intenso, como la sangre que él había hecho hervir en mis venas. Llamas sobre terciopelo. Hugo recibiría las especificaciones al amanecer.
El alba me encontró ya en pie, con el cuerpo tenso y la mente clara como el cristal. Un desayuno ligero, unas zapatillas de running, y salí a la calle cuando la ciudad aún bostezaba adormilada. La mañana era fresca, una caricia sobre la piel que empezaba a sudar. Los auriculares escupían «I Did Something Bad» de Taylor Swift, un himno perfecto para quien decidió que la bondad era una prisión.
El parque estaba casi vacío: algún paseador de perros soñoliento, un corredor solitario como yo. La paz era un frágil cristal que él se encargó de hacer añicos. La vibración del celular cortó la música. Respondí con voz entrecortada.
—Diga —logré, conteniendo el jadeo.
—Uf, nena, si así suenas cuando corres, no quiero imaginar cómo sonarás en mi cama —su voz era chocolate n***o y veneno.
—¿Qué quieres? —espeté, con una sequedad que habría matado cualquier planta.
—Quedamos en un brunch. Además, vestida así te ves… letal.
Me detuve en seco. Una lenta sonrisa se dibujó en mis labios. ¿En serio? Giré sobre mis talones, escaneando cada ventana, cada esquina, cada auto estacionado. ¿Me estaba siguiendo?
—Estoy ocupada. Adiós.
Corté y reanudé la carrera, pero el daño estaba hecho. La semilla de la curiosidad germinaba en mi interior, envenenada y vibrante. Cambié de ruta, desandando el camino hacia casa, pero el hambre —o quizá esa curiosidad malsana— me llevó hasta la cafetería donde suelo refugiarme los domingos.
No había terminado de estudiar el menú cuando él se deslizó en la silla frente a mí, como un sueño recurrente del que no puedes despertar.
—Eres tan terca como bella, señorita Ana —declaró, y su risa era tan cálida como irritante.
Ignoré sus palabras, clavando la mirada en la lista de tés exóticos. Pero él persistió, como la lluvia que horada la piedra.
—Solo intento disculparme por lo de anoche. ¿Es tan terrible?
—Señor Méndez, no disfruto de la compañía innecesaria. Si me excuse, deseo un momento de paz.
—¿Y yo no puedo ser tu paz? —preguntó, y en sus ojos bailaba una chispa de genuina curiosidad.
Me levanté, dispuesta a huir de nuevo, pero su mano envolvió mi muñeca. Y allí, otra vez, ese calor. Ese fuego que nacía donde su piel tocaba la mía y se expandía como una droga por todo mi cuerpo. Una corriente eléctrica que me recordaba que estaba viva, que podía sentir, que podía arder.
—Si acepto este brunch, ¿me dejarás en paz? —cedí, sintiendo cómo la derrota sabía extrañamente a victoria.
—Podríamos ser amigos —propuso, con una inocencia falsa que no le cuadraba en el rostro.
—No digas estupideces. No me conoces. Pide, o me voy.
—¡Vaya! Qué carácter. Me encantan los desafíos —se levantó y se dirigió a la barra con la arrogancia de quien posee el mundo.
Lo observé mientras coqueteaba con la barista, haciendo que la pobre sonrojara con una facilidad pasmosa. Regresó con dos cafés humeantes y un periódico bajo el brazo.
—Me encanta leer las noticias —comentó, encogiéndose de hombros como si eso explicara algo—. El resto llegará pronto.
Bebí un sorbo de café. Sabía a canela y a algo más, algo indescifrable y peligroso. Noté que me observaba, estudiando cómo mis labios se cerraban alrededor del borde de la taza. Un silencio tenso y cargado se instaló entre nosotros, roto solo por el susurro del periódico al pasar sus páginas.
Cuando llegó la comida, ese silencio se volvió aún más denso. Yo me refugié en mi celular, revisando correos, confirmando detalles de la fiesta. Sonreí al ver la confirmación de las invitaciones. Rojo sangre sobre n***o azabache. Perfecto.
—¿Compartirás la fuente de tu alegría? —preguntó, sin levantar la vista de su periódico.
—Tengo una fiesta pronto. Es… laboral —mentí, sintiendo cómo la media verdad sabía a traición.
—¿Y? —insistió, alzando por fin la mirada. Sus ojos ámbar me atravesaron—. ¿No puedo ser tu cita?
—Lo siento, no estás invitado —solté, levantándome con brusquedad.
Su sonrisa se amplió, y en ella leí algo que me heló la sangre: «Ya lo veremos».
Salí de la cafetería con el corazón acelerado, prometiéndome a mí misma que sería la última vez que me vería arrastrada a su juego. Pero incluso entonces, en lo más profundo de mi ser, una voz susurraba que esto era solo el principio. Y lo peor era que parte de mí ansiaba descubrir qué tramaba tras esa sonrisa de lobo hambriento.