El ensayo nupcial había concluido con perfección teatral, pero mi indiferencia hacia Adán era un muro de hielo. El bastardo sonreía mientras anunciaba su viaje a Milán posbodas, esa sonrisa que antes creí cómplice y ahora reconocía como máscara del desprecio. "Negocios son negocios, cariño", soltó ante los invitados, desatando risas complacientes que rebotaban como monedas falsas en el salón. Mi mente, entretanto, trazaba rutas de huida entre las grietas de su farsa.
Al cerrar la puerta de la suite, el vestido nupcial pendía del perchero como un fantasma de seda. Acaricié la tela duquesa, ese blanco virginal que jamás me perteneció. Una punzada de lástima atravesó mi pecho: era demasiado hermoso para ser estandarte de tantas mentiras. Ignoré el murmullo creciente en los jardines, ese rumor de copas y falsos votos, y me encerré bajo el agua hirviente de la ducha. Quemaba como el deshonor.
Cindy llegó con un vestido blanco de líneas austeras. Nada de encajes ni colas principescas. Solo pureza minimalista, como la verdad que anhelaba. Yo había cancelado estilistas, maquillistas, fotógrafos. Todos los cómplices de aquella ceremonia impostada.
—¿Y la luna de miel? —preguntó mi amiga mientras delineaba mis ojos con kohl de viuda.
—Sola. El boleto de Adán está cancelado. El resto... será mío.
El llamado a la puerta cortó el silencio. Mi suegra irrumpió con aroma a azahares y preocupación barata. Su reflejo en el espejo se descompuso al ver el vestido colgado, intacto.
—Cariño... —tragó saliva— ¿Dónde está tu traje?
—Usaré este —respondí sin volverme—. El otro nunca estuvo a mi altura.
Su parloteo sobre tradiciones y expectativas se estrelló contra mi silencio. Solo había espacio en mi mente para un propósito: reducir a cenizas cada mentira tejida con hilos de seda. Finalmente claudicó, derrotada por mi determinación glacial.
—Todos te esperan —anunció Cindy al acompañarla a la salida—. No tardes.
Cuando el último toque de rubí ensangrentó mis labios, el velo me coronó. Pesaba como una losa. Lo arranqué con furia contenida y lo arrojé al hogar de mármol. Las llamas lamieron el tul con devoción perversa.
—El bate, Cindy. Es hora.
Mis tacones repiquetearon sobre los mármoles de la villa italiana, ese mausoleo de apellidos que Adán eligió para consagrar su mentira. A mi flanco, Cindy avanzaba como escudera. Mi padre me aguardaba en la entrada, su cuerpo frágil inclinado sobre un bastón de ébano, enfundado en un traje Dior que le colgaba de los huesos.
—Hoy es buen día para jugar, papá —sonreí besando su mejilla arrugada.
—¿Has perdido la razón, Ana?
—No. Solo estoy harta de esta farsa. Espero tu complicidad... después de demoler el decorado.
Las puertas de la capilla se abrieron con estrépito. Los primeros acordes de la marcha nupcial se ahogaron cuando entré. En su lugar, los sintetizadores de Good Luck Babe! retumbaron en los vitrales. Los invitados intercambiaron miradas confusas, preguntándose si era una broma de mal gusto.
Ajusté el grip del bate de béisbol entre mis manos. Por primera vez en años, sonreí sin máscaras. Libre. Mi abuela aplaudió con lágrimas fieras en los ojos. Mi madre palideció como el encaje de su mantilla.
—Cariño... —la voz de Adán rasgó el aire como un cuchillo en seda— ¿Qué demonios haces? —Avanzó hacia mí, su sonrisa de compromiso cuarteándose— ¡Nos estás ridiculizando!
La canción pulsaba en mis sienes mientras alzaba el bate. Con un giro fulminante, destrocé el jarrón de flores junto a Lessa. Sus gritos de "¡Loca!" se mezclaron con el estruendo de porcelana.
—¡Aquí no habrá boda! —declaré con voz que cortó la música— Adán es un mentiroso y esa zorra su amante —esquivé sus manos que intentaban sujetarme— Este hombre nos engañó a todos. ¡Ve por tu hija bastarda!
El rostro de Adán se deshizo en ceniza. Los murmullos crecieron como avispas enfurecidas. Arrastré el bate al salir, marcando un surco en la madera pulida como cicatriz perenne. Me dirigí al jardín donde debía ocurrir nuestro primer baile, ese escenario donde planeaban coronarme como la imbécil del año.
La escultura de hielo centelleaba bajo el sol. Un cisne de tres metros, símbolo de amor eterno que Adán encargó para la ocasión. Recordé sus llamadas interminables durante nuestros viajes, las excusas de "tratamientos" para papá. El bate se alzó y descendió. El pico del cisne estalló en mil esquirlas. Mi grito se fundió con el crujido del hielo: rabia, dolor y traición destilados en sonido.
—Basta, Ana —suplicó Cindy sujetando mi brazo.
Quería reducir todo a escombros. Entre la multitud atónita, mi suegra voceaba excusas sobre "ataques de nervios". Y entonces los vi: Adán y Lessa fundidos en un abrazo furtivo tras los setos de boj. El bate rodó sobre el césped impecable.
—Sácame de aquí —murmuré, la furia convertida en desolación.
Cuatro horas después, el coche serpenteaba hacia la cabaña perdida de Cindy. Ningún Celiav conocía su existencia. Al estacionar frente al lago, arrastré el vestido nupcial como un cadáver de satén.
—Eres una maldición —susurré a la tela que brillaba bajo la luna.
El dolor anidó en mi garganta, pero me negué a llorar. No por él, sino por la mujer que fui: la que creyó merecer ese amor envenenado. Mis abogados ya trabajaban para desentrañar los hilos comerciales con los Celiav y demandarles por el cáncer fingido de mi padre. "Nunca entregues tu corazón al que jura amarte", rezaba el eco de mi abuela. Qué ciega fui.
En la hoguera donde asábamos malvaviscos en infancias felices, encendí la pira. Las llamas crepitaron con avidez.
—Aquí termina todo —arrojé el vestido al fuego. Las perlas estallaron como lágrimas de vidrio. El anillo de compromiso siguió su camino, un destello dorado devorado por el carbón.
Caí de rodillas cuando el último jirón de seda se convirtió en ceniza. El llano llegó entonces, torrencial y limpiador. Lloré por los años perdidos, por los engaños vestidos de amor, por la Ana que murió entre las llamas para que otra pudiera nacer de ellas.