Las paredes grises de la prisión me resultaban opresivas, más incluso que las cadenas invisibles que aprisionaban mi corazón. El eco de mis propios gritos de parto resonaba en la fría enfermería del penal, un lugar donde la humanidad parecía haber sido arrancada de cuajo hace mucho tiempo.
—¡Empuja! —ordenó la partera con una brusquedad que me hizo estremecer. Su voz carecía de cualquier atisbo de empatía.
Jadeaba con dificultad, sintiendo cómo mi cuerpo se desgarraba en un esfuerzo titánico por traer a mis hijos al mundo. El sudor resbalaba por mi frente, mezclándose con lágrimas silenciosas. No había manos que me sostuvieran, nadie que me susurrara palabras de aliento. Estaba completamente sola.
—¡Ya casi está! —insistió la partera, ajustándose los guantes con impaciencia.
Reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, sollozando de puro agotamiento, empujé con un último grito desgarrador. Entonces, el sonido de un llanto frágil perforó el silencio. Apenas pude ver cómo la enfermera levantaba al bebé con rapidez.
—Es una niña —anunció con frialdad, envolviéndola en una manta desgastada.
Intenté incorporarme, pero mi cuerpo estaba demasiado exhausto. Alcé una mano temblorosa, suplicante.
—Déjenme verla... por favor —susurré, la voz rota por la emoción y el miedo.
Antes de que pudiera reaccionar, otra contracción me destrozó desde dentro. Mi cuerpo se arqueó involuntariamente, el dolor volviéndose insoportable.
—Todavía falta otro. ¡Sigue empujando!
No me daban tregua, pero no importaba. Me aferré a la única razón que me mantenía con vida: el deseo de ver a mis hijos. Con un esfuerzo final, dejé escapar un sollozo ahogado cuando un segundo llanto llenó la habitación.
—Es un niño —informó la partera, colocando al pequeño junto a su hermana sobre una mesa metálica.
Mi corazón latía descontrolado, no solo por el esfuerzo físico, sino por el amor abrumador que ya sentía por ellos. Busqué sus rostros con la mirada, pero antes de que pudiera pedir verlos, una sombra oscura se perfiló en la entrada.
—Bien hecho —dijo una voz grave y firme.
El miedo me recorrió la espina dorsal como un escalofrío helado. Aleksei Stravos entró con pasos lentos y seguros, su presencia absorbiendo todo el aire de la habitación. Vestido impecablemente con un traje n***o, su figura contrastaba cruelmente con la miseria del lugar. Había algo en él que intimidaba hasta en la penumbra: una frialdad calculada en sus ojos gélidos.
El alma se me encogió. La efímera felicidad que había sentido al escuchar los llantos de mis hijos se esfumó, reemplazada por un miedo visceral.
—¿Qué estás haciendo aquí...? —murmuré, apenas un hilo de voz escapando de mis labios resecos.
Aleksei no respondió de inmediato. Se acercó a la mesa donde descansaban los recién nacidos, observándolos con una atención que me estremeció. Luego, giró la cabeza hacia mí, y una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.
—Solo vine a reclamar lo que me pertenece —sentenció con una calma escalofriante.
Un latigazo de pánico me recorrió el cuerpo.
—No... no puedes... —intenté sentarme, pero el dolor me lo impidió. Con el corazón desbocado, vi cómo Aleksei alzaba a los mellizos en sus brazos.
—Nunca volverás a verlos, Daniela —sus palabras me golpearon con la fuerza de un mazazo.
—¡Por favor, no! ¡Son mis hijos! ¡Aleksei, te lo suplico! —grité, desesperada, estirando los brazos hacia él, aunque sabía que era en vano.
Se acercó a la camilla, inclinándose lo suficiente para que solo yo pudiera escuchar sus próximas palabras.
—Eres una vergüenza. No eres digna de ser su madre. Te quedarás aquí, en este agujero, donde perteneces.
Mis fuerzas me abandonaron. La crueldad en su voz fue peor que cualquier dolor físico. El alma se me desgarró mientras mis lágrimas caían sin control.
—Por favor, Aleksei... no me los quites. Haré lo que quieras, pero déjame verlos —sollocé, rota.
Pero él no mostró ni un atisbo de compasión. Dio media vuelta con mis bebés en brazos y se dirigió a la puerta.
—¡No, por favor! ¡Te lo ruego! —grité, mi voz ahogada por el llanto. Pero la puerta se cerró de golpe tras él, dejándome en la oscuridad de mi propia pesadilla.
La enfermería quedó en silencio, salvo por mis sollozos desgarradores. Me aferré con fuerza a la delgada sábana que cubría mi cuerpo, como si pudiera contener el dolor que me ahogaba. La esperanza que había sentido al dar a luz se esfumó, dejándome vacía, rota.
Pero algo nuevo germinó en mi interior.
—Voy a encontrarlos... —susurré, la voz apenas un eco de lo que fui, pero cargada de una determinación inquebrantable—. No importa cuánto tiempo pase... voy a recuperarlos.
Afuera, el sonido de la lluvia golpeaba las ventanas de la prisión, como si el cielo también llorara mi pérdida.