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1811 Words
Mi nueva habitación temporal estaba en la tercera planta del club, era un cuarto sencillo con una cama individual y un baño propio. Al parecer en el club vivían miembros de la banda, en su mayoría los que no habían encontrado una pareja estable o los que no querían alejarse tanto de su estilo de vida. Si bien seguíamos teniendo nuestra casa en la que yo nací y me crié, mi padre ya casi no pasaba por allí, él daba su vida por y para la banda y me enseñó su habitación en el primer piso del club. Esa primera noche descubrí lo difícil que sería la convivencia. La música que salía del bar empezó a sonar atronadora, eso y las risas de las mujeres era un ir y venir muy incómodo, por suerte me dormí antes de escuchar gemidos. Por la mañana, me calcé unos vaqueros y una sudadera y en el espejo del pequeño baño privado me hice mi coleta. Siempre me habían dicho que el pelo oscuro que tenía resaltaba mucho más mi palidez, que entre eso y mis ojos grandes y castaños parecía sacada de una película de Tim Burton. Intenté parecer segura pero todos me miraban con los ojos entrecerrados mientras yo buscaba como un pollo sin cabeza a mi padre. Llegé a encontrar la cocina gigante llena de chicos. No lo encontré pero si a Diego. —¿Qué haces aquí? —me soltó. —Al parecer si me voy a quedar un tiempo. ¿Has visto a mi padre? Tengo que ir a la Universidad. —No está. Se dio la vuelta y sacó una taza de café. —Vale, pues dile que me he ido a la Universidad. Me di la vuelta afianzada a mi mochila y dispuesta a salir a mi coche. —¿A dónde crees que vas? —su voz era grave, intimidante. Giré para verlo, con las manos hundidas en los bolsillos de sus pantalones de chándal y una camiseta de manga corta que afirmaba la cantidad de tatuajes que tenía por todas partes. Diego era realmente atractivo, lo admitía. —Te lo acabo de decir: a la Universidad. —Tengo que llevarte, así que espérame en la parte de atrás y no toques nada no vaya a ser que jodas algo. Ni siquiera sabía ir a la parte de atrás pero me las apañé para encontrar otra puerta de metal (más pequeña que la de la entrada) que estaba en una esquina del salón comunitario. Empujé la puerta y vi más terreno: coches y motos aparcados sobre la grava y otra construcción de ladrillo a medio hacer. Esperé ahí unos diez minutos hasta que volví a escuchar la puerta trasera ser abierta. Solo se había puesto su chaqueta de cuero y daba vueltas a unas llaves entre los dedos. —Vamos niña —me dijo. —No soy ninguna niña. Y esto es tan desagradable para ti como para mi, así que vamos a llevar la fiesta en paz. Me miró sobre su hombro y nos acercamos a un todoterreno n***o con los cristales tintados, tardábamos cuarenta minutos en llegar al campus y los primeros diez fueron en un silencio horrible. —Así que... Diego —empecé—. ¿Llevas mucho en la banda? —No estoy aquí para ser tu amigo, solo hago esto porque le debo mucho a tu padre. La curiosidad me picó un poco. —No tenías que llevarme, la Universidad está llena de gente, y la carretera. —No es por eso, tu padre me contó lo que pasó anoche, quiere que eche un ojo a tu habitación así que deja ahí las llaves —apuntó la guantera. No las dejé, todavía tenía cosas que recoger de mi habitación y si quería entrar lo haría cuando yo estuviera. Diego aparcó en la entrada del campus y me quité el cinturón. —Solo tengo tres clases, si quieres ir a mi cuarto será a las once y media cuando termine. Te veo en la entrada de mi residencia que es la única de mujeres en el campus. Pude soltarle alguna pulla pero mejor cerré la boca y lo dejé atrás. Las clases me pasaron sin pena ni gloria y caminé con Noah a la residencia. Diego estaba allí, fumando apoyado en su todoterreno y a Noah se le mojaron las bragas también. —j***r, ¿lo ves? —susurró. —Trabaja con mi padre —no era mentira del todo—. Va a ayudarme a recoger lo que me queda. Noah abrió la boca y se quitó su pelo corto y castaño de la cara. —¿Puedo trabajar con tu padre? —bromeó. Seguimos caminando, Diego estaba tan a lo suyo fumando y con su teléfono que podría haberlo dejado allí, pero Noah subió a su habitación y yo me acerqué a él. —Diego —le llamé y casi ni me miro. —¿Ya podemos terminar, niña? Me empezaba a irritar un poco. —Empiezas a irritarme y esto acaba de empezar —confesé. Solo se encogió de hombros y me siguió por la residencia hasta mi habitación. Seguía habiendo cosas revueltas y seguía sin aparecer mi ordenador. Diego se quedó de brazos cruzados apoyado en mi escritorio. —¿Eso es todo lo que vas a hacer? ¿Quedarte ahí? —¿Qué quieres que haga? —Lo que sea que tengas que hacer. —Tu padre quería que viera como estaban las cosas: estan mal, punto. Recoge lo que te quede y vámonos. —Eres un puto cascarrabias, ¿lo sabías? —y se volvió a encoger de hombros—. Idiota —musité. Se le levantó el labio en una simple sonrisa socarrosa y me volqué en recoger mis cosas antes que seguir discutiendo tonterías. Un rato después, volvíamos en silencio al club. —¿Cuántos años tienes? —le pregunté empezando a aburrime del silencio del camino. Diego me miró con sus ojos oscuros y volvió a la carretera. —Más que tú. —Eso ya lo veo. ¿Veintinco? —no respondió—. ¿Veintiséis? —Veintisiete —dijo al fin. —Yo tengo veintidós. —Lo sé. —¿Es que eres incapaz de mantener una conversación? —¿Y tú eres incapaz de estar en silencio? Ya vi que nuestra relación no iba a ser muy buena, no por el camino de la amistad. Tuve que subir mis cosas yo sola hasta el tercer piso y estuve a punto de caerme un par de veces hasta que me choqué de lleno con el chico que me había abierto la puerta la noche anterior. —Lo siento —musitó y recogió unas cosas del suelo—. Nora, ¿verdad? El jefe ya nos ha dicho que estabas por aquí. Soy Adrián. —¿Te importa si seguimos la conversación cuando suelte todo esto? —Oh, sí. Espera que te ayudo. Y me ayudó, aunque lo dejamos todo tirado en mi nueva cama. —Gracias. —Ya, no esperes que Diego te ayude con lo que necesites. —No estamos congeniando muy bien —admití. —No va de congeniar, solo tiene que cuidarte. Tu padre nos ha contado lo que ha pasado y mientras estés aquí eres un poco la responsabilidad de todo el club. > Estaba vigilada por una banda entera. --- Los días fueron pasando, conocí un poco más el club y a sus integrantes, Diego no volvió a llevarme a la universidad y nuestras interacciones eran casi nulas. Hasta ese fin de semana. Me puse un vestido de manga larga y unas zapatillas blancas, estar encerrada un sábado por la noche me estaba volviendo loca por escuchar la música que salía del bar y los murmullos de la gente. Tenía derecho a pasármelo bien. —Adrián —lo llamé cuando lo encontré en el pasillo. Los ojos del chico de dieciocho años me miraron de pies a cabeza —Hola, Nora. Estás guapa. —Gracias. Estoy buscando a mi padre, ¿lo has visto? —El jefe ha salido con otros hermanos a resolver unos asuntos. Sin mi padre, la otra persona a la que debía recurrir era a Diego. —¿Y Diego? —En su habitación —dijo y yo asentí—. No le gusta que le molesten. Pero yo ya estaba caminando a las escaleras para bajar a la primera planta, el sonido de mis tacones resonaba por los pasillos. Había descubierto que todo el mundo le tenía mucho respeto a Diego, los miembros más nuevos del club casi le temían pero sabía que entre todos ellos se cuidaban: eran una familia. Entendí un poco por qué mi padre se refugió tanto en ellos y la banda tras la marcha de mi madre, supongo que quería seguir sintiendo lo que era una familia. Una en la que yo no estaba. La habitación de Diego no estaba muy lejos de la de mi padre, levanté la mano y llamé pero no me contestó ni cuando lo hice tres veces así que terminé por girar el pomo y abrir la puerta. —He dicho que... Pero dejé de escuchar cuando lo vi, encorvado sobre su cama e iluminado con la ténue luz cálida que salía de la lámpara. Diego era enigmático, intimidante y terroríficamente sexy. Estaba descamisado, recuerdo que lo primero que pensé es que su espalda era la más llamativa del mundo: musculada y tatuada con destreza y oscuridad. Sabía que estaba lleno de tatuajes y cada vez que lo veía con menos ropa me lo confirmaba. Tenía una catedral invertida tatuada en toda la espalda y se mezclaba en sus hombros con otros tatuajes que recorrían sus brazos y le llegaban hasta los dedos de las manos. > Apreté las piernas. —¿A dónde crees que vas? —me preguntó. Lo vi mirarme como yo le miraba a él. Para mi sorpresa, tenía el torso descubierto, sin una sola gota de tinta, parecía que los tatuajes le rodeaban solo para dejar vistos sus abdominales y sus pectorales bien marcados. —Al bar. —No puedes. Lo vi ponerse una camiseta, eso dejó de distraerme. —¡Venga ya! Me aburro muchísimo. Y solo te estoy informando. —¿Acaso sabes lo que hay en el bar? No es una fiesta de críos. —Sí, droga y strippers. Pero solo he venido a decírtelo para que no tengas que rastrearme por el GPS que le habéis puesto a mi coche, o a mi teléfono. Me miró entre los mechones húmedos de su pelo y ojalá hubiera sabido lo que le pasó por la cabeza. Aunque tampoco sabía que pasaba por la mía, ¿me había calentado tanto verlo sin camiseta recién salido de la ducha? Posiblemente. Necesitaba sexo.
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