La lluvia no había parado en todo el día. Golpeaba las ventanas con un ritmo constante, casi hipnótico, como si el cielo quisiera insistir en que algo dentro de ella también estaba a punto de desbordarse. El encuentro virtual de la noche anterior todavía le recorría el cuerpo con ráfagas de calor, impulsos que no sabía cómo contener. Y, sin embargo, el silencio de Darrell esa mañana la había dejado sumida en una mezcla extraña de inquietud y expectación.
Ella revisaba el teléfono cada pocos minutos, como si esperarlo pudiera traerlo de vuelta. No quería escribir primero; sentía que ya había cedido demasiado espacio a ese impulso que la devoraba. Pero la impaciencia la llenaba de electricidad. ¿Por qué él no respondía?, ¿por qué después de tanto ardor él podía simplemente desaparecer entre reuniones, correos o su vida cotidiana? Después de horas, cuando el día ya avanzaba hacia la tarde, apareció finalmente la notificación.
El mensaje no era largo, pero la estremeció igual.
“Estoy extasiado… todavía temblando. Me quedé con tu imagen en la cabeza., imaginándonos juntos. Quisiera quedarme dentro de ti, acostados, respirando juntos, besándote.”
Ella se quedó inmóvil, sintiendo cómo esas palabras le recorrían la piel como manos invisibles. Era una ternura peligrosa. No era solo deseo; había algo más dulce escondido ahí, algo que tenía la forma de una intimidad que los dos hacían de cuenta que no estaban construyendo.
Respiró profundo antes de contestar.
“Yo también quisiera que te quedaras. Quisiera no parar de besarte… y hacerlo una y otra vez.”
La respuesta llegó tan rápido que juraría que él estaba esperando que ella escribiera.
“Me va a tocar bañarme… estoy acalorado.”
Ella sonrió con una mezcla de timidez y fuego. Afuera seguía lloviendo con fuerza, pero dentro de ella no había frío. Había un incendio activo, devorándolo todo con un brillo que no sabía cómo apagar.
“Igual yo…”, respondió, casi susurrándolo para sí, sintiendo cómo la imaginación volvía a arrastrarla.
La lluvia golpeaba más fuerte ahora, pero no lograba apagar el calor que le nacía del vientre.
“Me encanta cómo me haces sentir,” escribió. “Me estremeces.”
Él respondió sin filtros, sin pausas, sin miedo:
“Lo hacemos muy rico. Me encanta eso. Nos gustan las mismas cosas.”
El comentario la hizo dudar. ¿Hablaba solo de sexo? ¿Lo veía únicamente como una fantasía compartida entre pantallas? ¿O realmente él sentía algo más en ese espacio íntimo que habían creado? Antes de que pudiera profundizar en ese temor, otro mensaje llegó:
“Me encantas como eres, cómo te sueltas, como me hablas. Tu cuerpo me fascina. Tu cara… y tu voz.”
Ella sostuvo el teléfono con ambas manos, respirando hondo. Era demasiado. Era como si él supiera exactamente dónde tocarla sin tocarla, como si tuviera un mapa secreto de sus zonas más sensibles, no del cuerpo sino del alma.
“Pareces un poeta,” pensó, sonriendo sin querer. Pero era verdad. Esa intensidad tan suya, tan masculina y a la vez tan vulnerable, la dejaba sin defensas.
Se atrevió a decirle algo que pocas veces contaba.
“La historia de esto… de lo que vivimos, serviría para un buen libro.”
La respuesta llegó envuelta en una chispa.
“Lo sé. Me gusta esta historia.”
Ella siguió abriéndose.
“Me gusta escribir… y contigo siento inspiración. De cada conversación me salen palabras. Me gustaría escribir esta historia.”
Se arrepintió apenas lo envió. Tal vez había revelado demasiado. Tal vez él iba a retroceder. Pero Darrell no retrocedía cuando se trataba de ella.
“Escríbela,” dijo. “Y algún día la leemos desnudos después de hacer el amor.”
La frase la atravesó como un rayo.
Hacer el amor.
Esa expresión la desconcertó. Ellos no estaban haciendo el amor. No había amor. Había deseo, intensidad, fuego imprudente. ¿Por qué él usaba esa palabra? ¿Era un simple juego? ¿O era una forma inconsciente de nombrar lo que ninguno de los dos quería admitir?
El cuerpo le vibró entero, pero la mente se resistió. Ella sabía que en el fondo aquello no era más que sexo, un deseo inflamado que se alimentaba del misterio, de la distancia, de lo prohibido. Y aun así… esa palabra la desarmó. Era tan peligrosa como una chispa en un lugar lleno de gasolina.
Ella dejó el teléfono a un lado y cerró los ojos. Su respiración estaba acelerada, no sabía si por la excitación, la ternura inesperada o por el miedo que siempre latía detrás de todo esto. El miedo a confundirse. El miedo a perderse. El miedo a sentir más de lo que debía.
Darrell vivía en otra ciudad, en otra vida. Tenía su camino, su mundo, su propia historia. Y ella también tenía la suya. Y aun así, cuando él le escribía, cuando la miraba a través de la pantalla como si la desnudarla fuera lo más natural del mundo, ella sentía que podía atravesar cualquier distancia solo por tenerlo cerca un segundo.
La lluvia seguía cayendo, espesa, constante. Y en el silencio de su habitación, ella entendió algo:
No sabía si todo esto terminaría en encuentros reales o si se quedaría en la frontera peligrosa de lo virtual. No sabía si estaban jugando, si se estaban inventando como en las novelas corporativas que ambos conocían bien, o si sin darse cuenta estaban sembrando algo que ninguno de los dos sabría manejar después.
Pero ese día, mientras él le escribía que le encantaba cómo era, mientras le prometía lecturas desnudos y besos imaginados, mientras la tormenta seguía afuera y el fuego seguía adentro… ella decidió algo.
No iba a correr. No iba a frenarse tampoco.
Iba a vivirlo.
Aunque el final fuera una herida.
Aunque el deseo se confundiera con amor.
Aunque todo fuera imposible.
A veces, pensó, las historias que valen la pena son justamente las que no tienen garantías.
La lluvia seguía cayendo.
Y aun así, dentro de ella, el fuego no dejaba de arder.