El viernes comenzó como siempre para Ella: el sonido insistente del despertador a las 6:00 a.m., la pereza acumulada de la semana y el mismo pensamiento que se repetía cada mañana, casi como un mantra involuntario:
“Empieza otra vez…”
Se levantó despacio, estirándose con un suspiro que parecía llevarse un poco del sueño atrasado. La ducha rápida, el café sin mucha ceremonia y el trayecto habitual hacia la oficina componían la rutina que conocía tan bien que podía hacerla en automático.
Trabajaba en la sede central de la compañía, en Montelo, y desde hacía más de un año sus días transcurrían entre informes por revisar, llamadas programadas y los mismos pasillos silenciosos de siempre. Organizar avances, resolver pendientes, ajustar fechas. Un ciclo que se repetía semana tras semana con la precisión de un reloj.
Entre todas sus tareas, había una que nunca cambiaba: la reunión de los viernes con el equipo externo de la otra ciudad, Corvella del Norte. Era un compromiso fijo, inamovible, ya casi un ritual corporativo. Cada viernes a la misma hora, cada viernes con los mismos participantes, cada viernes con el mismo aire de formalidad.
Y allá, entre los recuadros de la videollamada, siempre estaba él.
Darell.
Ella nunca había prestado demasiada atención a su presencia. Era, en teoría, solo un colega más. Un nombre en la lista del proyecto, una voz que aportaba datos precisos, un recuadro que aparecía siempre con la cámara encendida y una camisa perfectamente abotonada. Nada más.
Lo veía cada viernes durante las videollamadas: intercambiaban saludos corteses, comentarios breves sobre avances y recordatorios de tareas pendientes. Sin conversaciones personales. Sin acercamientos innecesarios. Sin nada que insinuara una conexión fuera del ámbito laboral.
Durante más de un año, así había sido.
Esa tarde, la reunión comenzó exactamente igual que todas.
—Buenas tardes a todos —saludó el jefe de Ella, con su tono habitual de formalidad casi automática.
Ella acomodó su cuaderno, alisó una esquina doblada y abrió los informes que ya tenía listos en su escritorio. Empezó a tomar notas con la precisión mecánica a la que estaba acostumbrada: escuchar, sintetizar, anotar, proponer. Las tareas de siempre.
Mientras tanto, Darell intervenía con la seguridad que lo caracterizaba. Explicaba avances, resolvía dudas, dirigía parte de la conversación con una calma profesional que nunca parecía quebrarse. Ella lo escuchaba igual que todos los viernes: atenta, pero sin prestarle especial importancia. Solo era parte del flujo de trabajo.
Hasta ese momento, la relación entre ambos era estrictamente laboral. Una serie de reuniones, un conjunto de responsabilidades compartidas, reportes que iban y venían. Y en el centro de todo, apenas un intercambio mínimo: un “buenas tardes” al iniciar la videollamada y un “gracias, igual” al finalizar.
La reunión duró poco más de una hora. Nada fuera de lo común. Cuando terminó, cada participante se desconectó con la misma rapidez habitual. Ella cerró la laptop, tomó un sorbo del café que ya estaba tibio y se estiró en la silla, intentando aliviar la tensión acumulada en la espalda.
Era, aparentemente, un viernes igual que cualquier otro.
O eso creía.
Mientras guardaba los documentos en su carpeta digital, notó algo curioso: durante la reunión, por un segundo—quizá menos—había percibido algo distinto en Darell. Un matiz en su voz, una ligera pausa cuando la escuchaba hablar, como si su atención hubiera estado más fija en ella de lo usual. O quizá había sido solo su imaginación. Una distracción pasajera en medio de la rutina.
Sacudió la cabeza. Seguramente estaba cansada. El viernes llevaba consigo un agotamiento sutil pero constante, ese que se acumulaba después de una semana entera de pendientes.
Aun así, mientras recogía su escritorio, la sensación persistía: algo había sido diferente. No sabía qué, ni por qué lo había notado, pero una ligera inquietud quedó flotando en el aire, como una página próxima a pasar.
Salió de la oficina un poco más tarde de lo usual. El edificio ya estaba casi vacío, y el eco de sus pasos en el pasillo le recordó lo silenciosos que eran los viernes al final de la tarde. “Un día más”, pensó. “Un viernes como cualquier otro.”
Pero mientras guardaba sus cosas en el bolso y apagaba las luces de su cubículo, una idea tenue empezó a dibujarse en su mente: quizá no todos los viernes eran iguales. Quizá había detalles que ella no había visto hasta ahora. Miradas que no había notado. Pausas que no había interpretado.
O quizá simplemente estaba empezando a prestar atención.
Ella salió del edificio y sintió el aire fresco del atardecer. Caminó hacia el paradero con paso tranquilo, pero en el fondo llevaba consigo una sensación que no lograba explicar. Una especie de pequeño presentimiento, algo que no tenía nombre todavía, pero que la acompañó todo el camino de vuelta.
Porque aunque ella no lo sabía todavía…
La siguiente reunión no sería como las demás.
No sería un viernes normal.
No sería una videollamada más.
Sería el primer paso de algo que empezaría silencioso, casi imperceptible… pero que terminaría desordenándolo todo.