Capítulo 2: Todo lo que dicen

857 Words
Ethan –Lo que me dijiste de ellos es verdad. El marido parece ser un celoso sin control y la hermana, Marcela, no es alguien muy tratable. La única cuerda ahí parecía ser la señora Bellini, aunque no entiendo ese miedo que tiene por los hospitales.  Reconocí la risa de mi acompañante, era la carcajada que empleaba cada vez que sabía que tenía la razón. –Toda Roma dice muchas cosas sobre la familia Praga. Las malas lenguas chismorrean que Jordan Praga se quedó con el marido de Marcela porque en realidad fueron infieles, claro está que a ellos no les conviene un escándalo, por lo que dieron una entrevista para tratar de arreglar todo y dar su versión. Aunque ya sabes, una vez que la gente empieza a hablar no hay marcha atrás… Helena era la persona correcta para tratar ese tipo de temas. Sabía la vida de las familias más influyentes en el país gracias a su constante exposición a los contenidos de cotilleos en revistas. Las personas con las que yo trabajaba no eran la excepción.  Empecé a creer que invitarla a almorzar había sido una buena idea.  –Pues da la casualidad que hoy los encontré a los tres allí, Marcela no parecía molesta con ellos. Incluso defendió a su hermana cuando les sugerí venir a la clínica para una mejor atención. Cualquiera en su lugar estaría enfadada u ofendida ¿Verdad? Si yo hubiese estado en su posición, no volvería a hablarles o acercarme a ellos jamás.  –Son cosas de familias ricas, mi mamá dice que ese tipo de personas tiene tanto dinero que por lo general suelen probar cosas nuevas que la gente común no.  –Por todos los cielos Helena, te refieres a ellos como si fuesen seres extraterrestres. Aunque si lo pensaba bien, las hermanas Praga fácilmente podían serlo gracias a aquella belleza que destacaba a primera vista. Sobre todo la de Marcela, quien más me llamó la atención por aquellos ojos marrones profundos que me miraron con cierto recelo.  –Tu hermana ha sido una especie de fanática de Alexander Bellini ¿Lo sabías? Creo que en cuanto le comentes que estuviste en su casa se volverá loca.  –Pues no podrá hacer más que eso –respondí sin mucho interés– el hombre está casado, es padre, además su hija es mi paciente. Helena asintió.  Su expresión coqueta me miró fijamente y trató de mostrarme una sonrisa tenue. No era la primera vez que lo hacía, siempre quise creer que era parte de su particular encanto.  Nos conocíamos desde pequeños y la había visto conquistar los corazones de otros chicos en la escuela de esa forma, aunque no causara el mismo efecto hipnotizador en mi. –¿Volverás a esa casa? –me preguntó mientras bebía algo de vino– –Lo haré la próxima semana, tengo que mantener a Luciana Bellini sana de cualquier enfermedad o virus. El jefe del hospital fue claro, la gran cantidad de dinero que están pagando por tener al mejor especialista equivale a un trato muy especial. –Eso quiere decir que… –Si Luciana sufre algún accidente o enfermedad a media noche, ellos pueden llamar y tenerme ahí sin importar la hora.  –Eso es injusto –reclamó, sorprendiéndome por su repentina molestia– ¿Acaso creen que no tienes una vida o atiendes otros pacientes? Ellos no pueden disponer de tu tiempo fuera del horario laboral.  –Es porque no has visto lo que pagan. –excusé de inmediato y con suma tranquilidad. Sus aparentes reclamos no me quitarían la calma o harían que pensara distinto– Cuando el jefe de hospital me preguntó si quería aceptar la propuesta fue claro en todo momento con los términos y condiciones.  –¿Y tu vida? –Pareció dudarlo al preguntar– –Eso no es un problema para mí, no soy casado, no tengo hijos o alguien a quien  atender más que mi madre y mi hermana, quienes por cierto ya son adultas e independientes. En este momento solo estoy centrado en dar lo mejor de mí como médico y hacerme conocido en la clínica.  –Ya lo eres, eres el pediatra más joven y bueno en lo que hace. Además, yo creo que no tienes novia porque aún no has buscado a la correcta o quizá, porque no has mirado alrededor lo suficientemente bien. Un sonrojo peculiar encendió sus mejillas, miró hacia otro lado y fingió distraerse con la ventana hacía las calles.  Preferí ignorar aquel incómodo momento, terminé de comer y pedí la cuenta, buscando librarme de aquella rara situación. –¿Quieres que te lleve a casa? La desilusión en su rostro fue palpable, incluso cuando negó simulando amabilidad.  –No hace falta, estacioné mi auto por aquí cerca. Conduciré hasta la universidad, tengo clases en un rato. –Bien, gracias por almorzar conmigo.  No dijo mucho, solo asintió buscando desaparecer.  Las últimas reuniones que teníamos eran extrañas. Nunca la había notado tan distinta al hablar y actuar conmigo, en ninguno de los más de quince años que nos conocíamos me había hecho sentir tan raro. 
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