El eco

1881 Words
Caridad es una de las primeras habitantes de este lugar. Recuerda el dolor, las lágrimas, los gritos y los silencios: las madres escondiendo a sus hijas, las abuelas llorando al ver que sus hijos se han convertido en monstruos. Lo sabe todo de cada una de ellas, de cada uno de sus hijos. Sabe lo mal que lo han pasado, lo mucho que les ha dolido, y lo ha vivido todo en carne propia. De generación en generación, el dolor y el silencio se heredan. Eso es lo primero que me dice. Me ofrece asiento sobre una alfombra y me da un vaso con agua. La veo preocupada, pero ella sonríe… se ríe. —No voy a hacerte nada que tú no quieras, Leonor. Yo doy un trago, porque el día está caliente. Ella sonríe y coloca un cristal n***o en mi vaso de agua. Es una piedra para sanarme, explica. Dice que la piedra volcánica elimina las impurezas que habitan en uno mismo y en los demás, pero se enfoca en esa negatividad que uno produce y que a veces otros pueden resentir antes que tú. Pienso en mi madre y en todas las peleas que hemos tenido. —Es curioso, porque las mujeres vienen a mí cuando las han mancillado. A ti te han traído porque te mancillaste a ti misma. —Tuve relaciones con un hombre y todo fue consensuado. Es diferente. Se escucha un llanto. Busco desesperada una grabadora, un audífono, algo… Y me dice que ese es el llanto de mi abuela. Me recuerda que, a diferencia de mí, ella no consintió a ningún hombre, a ningún violador, por más rey, oro o corona que tuviera. Yo me quedo en silencio, y ella me ofrece quitarme el dolor. —No tengo ningún dolor —le digo. —No… pero por eso lloras todas las noches. Consentiste las fotos y los videos. No tienes miedo a que alguien los vea o lo descubra. ¿Cuánto tiempo más será suficiente con el dinero de tu almuerzo? —responde, y yo me pongo de pie. A la salida de la casa está mi madre esperándome. Me acaricia la espalda y el pelo mientras me abraza. Yo lloro horrorizada, y ella le pide una respuesta a Caridad. Mi madre está evidentemente asustada, pero sus brazos buscan protegerme tanto como sus palabras. —No es mi verdad —dice Caridad en tono tranquilizador—, es la de Leonor. Pero espero que sepas buscar ayuda. Ha sido un placer, majestad. Mi pueblo agradece su visita, y si me disculpa, sé que eres sincera, Layla —añade antes de entregarnos un par de pulseras—. Son piedras volcánicas, para romper maldiciones y lidiar con la negatividad —explica la mujer, y mi madre le da las gracias. —¿Podemos irnos, por favor, mamá? —pregunto, y ella asiente con la cabeza mientras me peina el cabello. Nos llevan al palacio. ¿Cuándo es el mejor momento para decir que estás siendo extorsionada? ¿Durante la cena de Navidad, la apertura de regalos o el desayuno? —Mamá, necesito tu ayuda —le digo. Ella asiente, me dirige a su oficina y le cuento—. Por favor, no le digas a papá. Le enseño el correo, los videos y las fotos con las que me amenazan. Ella asiente y me promete que va a solucionarlo ese mismo día. Le doy las gracias y ella me abraza. Siento su mano en mi espalda, me acaricia lentamente mientras promete que será la última vez que alguien me amenace. Le doy las gracias y prometo hacer mejor las cosas la próxima vez. Ella asiente, y mi mamá cumple con su palabra: las fotos desaparecen de todos lados, y la gente que accedió a las cámaras en la casa de Eros queda neutralizada. De él no volví a saber. Tampoco es como si mi madre y mi padre me dieran una opción de visita conyugal. Deciden que no voy a volver al internado, sino que me quedaré en el palacio. Empezaré a repararme desde ahí, para luego dirigirme a la universidad y seguir preparándome. Lo más importante es el reino y su gente. Y estar en Tierra del Sol me permite darme cuenta de eso: de lo que la gente necesita, de lo que extrañan, de lo grande que se ha convertido todo. Los turistas van y vienen, y la gente de nuestro pueblo se educa, tiene cada vez más voz. Pero no les quitan el miedo, porque el pasado está a la vuelta de la esquina, y el futuro es incierto. Aunque depende de mí y de mis decisiones, el futuro es tan incierto que cualquier cosa —cualquier decisión, buena o malintencionada— puede arruinarlo todo. Mi mamá está de visita, así que vamos a cenar juntas. A veces trato de entenderla. Tuvo padres emocionalmente ausentes; dicen que su madre vivía deprimida, con depresión severa, por haber sido obligada a casarse con el rey y darle hijos. Apenas tuvo dos, en comparación con los pueblos vecinos, llenos de niños. La verdad, ella no los soportaba, pero su única opción para mantenerse viva era quedarse junto a él. Y su único motivo —aunque no fue una buena madre— eran sus hijos. Layla, en específico. Mi mamá había ansiado mucho la maternidad. Quería hacerlo todo diferente a sus padres, sobre todo a su madre. Ella trataba, con todo su ser, de estar presente incluso si estaba reinando un país. No dejaba de cuidar de sus cinco hijos. Mis hermanos y yo estábamos orgullosos de la líder que es y agradecidos por tenerla como madre. Por más que la sacáramos de quicio, no importa lo pequeño o grande que fuera el problema, mi mamá siempre estaba dispuesta a pelear por sus hijos como una leona. Me pregunta por mis observaciones respecto al reino y lo que podríamos trabajar. —Se hacen muchas actividades para turistas, pero muy pocas para el pueblo, ¿sabes? —comento. Ella asiente. —Sería un buen proyecto, como una feria o algo, ¿no? —Sí, pero es complicado, porque tenemos esta división entre Ramil, Tierra del Sol y Azhalam. —Lo sé, es complicado. Seguimos muy divididos —responde—. Algo se te ocurrirá —sonríe y asiente. Ella da un bocado pequeño a su comida, se apoya contra la silla, me examina con la mirada y pregunta: —¿Estás bien, Leonor? Yo sé que es una estupidez, y que a mi amma no le van esas cosas, pero desde que fui al Valle de las Mujeres Solas y la escuché, pensé que debería volver y aceptar la ayuda de esas mujeres. —¿Has escuchado de los baños espirituales del Valle de las Mujeres Solas? —mi amma eleva las cejas, sorprendida, aparta el plato, toma un poco de agua mientras sacude la cabeza y finalmente dice: —Hija, no seas ignorante. Esas cosas no funcionan. —Bueno, la gente cree en ellas, y yo siento que debería depurarme. —Yo no creo en eso, pero mi papá era muy fan —comenta. El rey se regía por la astrología y cualquier tipo de mitología para reinar. Tenía su propio curandero para sus baños y limpiezas. —Si vas a hacerlo, preferiría que lo hagas con Caridad. —¿Cómo sabes que voy a hacerlo? —Hija, te conozco. Te parí. Conozco la forma en la que se te frunce el ceño. Así que vamos a ir juntas, mañana. —Pero no crees en eso, le quitas poder. —¡Qué necia eres! —me dice, y me río. Mi mamá y yo vamos al Valle de las Mujeres Solas. Caridad está esperándonos. Llegamos justo al atardecer. Se ve más oscuro que en otras zonas: el brillo anaranjado casi no las toca. Ahora, más tranquilas que la última vez, veo las casas; la mayoría son de piedra, como imitando cuevas para dar más protección. Con la brisa lenta que recorre el desierto siento más tristeza. Veo a una niña cargando a su hermana mientras llevan flores en una canastita. Todas visten con un manto blanco; están acostumbradas al silencio, así que no hay que pedirles guardar el secreto, porque están naturalmente entrenadas para ser leales y buenas unas con otras. Caridad nos toma de la mano a mi madre y a mí. Al llegar a su casa, mi madre se queda sentada con unas mujeres que la acompañan afuera. Están rezando. Las escucho desde el interior: unas cantan, otras rezan, y siempre hay alguien que llora. Caridad me pasa el péndulo y me dice que le sorprende mi energía masculina, porque estoy en amplio contacto con Murat. Equilibra mis energías con los cristales. Siento el peso de cada uno de ellos: no ha elegido piezas pequeñas, sino grandes. Están frías. Me explica que las ha limpiado especialmente para mí con la energía del sol y la luna. Me pide que respire, que me concentre en lo que quiero dejar ir de mi cuerpo, de mi mente y de mi corazón. Pasa sus manos encima de mí, y siento frío, dolor. Me voy quedando dormida, pero incluso con el cuerpo apagado, por lo que sea que me hace, lloro. Me escucho sorprendida por mi propio llanto; me asusta el dolor, y ella me pide que lo suelte. El llanto hace eco en las paredes: el mío y el de las mujeres afuera, que dejan de cantar y de rezar para llorar. Veo imágenes en mi cabeza. Se siente como una pesadilla. Veo a mi madre corriendo asustada, a medio vestir, con el pelo enmarañado, gritando y llorando mientras busca la salida del palacio de Azhalam. Me da terror ver su sufrimiento, sentirlo. Entre cuatro mujeres me cargan y me llevan a una especie de pozo. Me dejan ahí. Me ahogo y eso me hace despertarme. Salgo del agua y Caridad se mete a la poza conmigo. Su manto se moja, y aun así me va cubriendo con más agua. Me da el baño. El agua resuena mientras tira flores y cuarzos sobre mi cuerpo. Pide por mi mente, mi fertilidad, mis manos, mi corazón… por todo lo que importa y lo que no. Toma mis manos y ora conmigo. Luego me da un abrazo y me pregunta si me siento mejor, si tengo alguna duda. —¿Has visto algo en mi futuro? —me atrevo a preguntar. —No quieres saber el futuro —advierte—. Eso siempre causa dolores de cabeza, Leonor. —Sí quiero saber. ¿Seré una buena reina? ¿Puedo reinar? —Reinarás bajo la memoria de Murat —me advierte. —Él era un tirano —le recuerdo, y ella asiente. —Y tú serás como el eco de su voz, el aire que rebotaba contra sus manos. Eres su cerebro andando. Eres su linaje directo. Él no engendró a tu madre, pero la moldeó hasta lo más profundo de su ser, y te moldeó a ti. Tú eres su reencarnación. Por eso castigas a tu madre incluso cuando no quieres, y haces que tu padre enfrente cada uno de sus miedos. Eres Murat en versión mujer. Eres su linaje. Un capítulo mucho más místico que de costumbre
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD