—Papá —llamó la pequeña de cabellos oscuros como la noche y rizos en extremo rebeldes tirando apenitas del pantalón deportivo de su padre. —Sí, linda —respondió terminando de enjuagar aquel plato, el último de toda la pila que se había ensuciando luego del almuerzo familiar. —¿Por qué tú hueles a perrito si no tenemos uno? —indagó la niña con cierta timidez y a Bruno el mundo se le detuvo un instante. Sonriendo bien amplio, solo como lo hacía cuando estaba en casa, se agachó a la altura de la pequeña Natasha y le acarició con cariño el cabello. —¿Yo huelo a perro? —preguntó y frunció un poquito la nariz. —Bueno, no a perro perro —explicó cómo mejor pudo siendo una niña de cuatro años—, pero se parece mucho —agregó. —A ver —dijo Bruno y miró hacia afuera para estar seguro que Cló no l

