Capítulo 1

864 Words
Él estaba allí, divertido, riéndose, haciendo brillar sus ojos y estirando una sonrisa desafiante. Los periodistas le tomaban muchas fotos y el capitán contaba que lo habían apresado con varios celulares en su poder y que él no había podido explicar su procedencia. -Los encontré en la basura-, dijo él, con desparpajo, distendido, sin dejar de sonreír, y no pude aguantar la risa. Me contuve con todas mis fuerzas pero resoplé la carcajada. El capitán se molestó. -¡Sub oficial!-, me reclamó. Los periodistas volvieron a verme. Me puse en firmes y estrujé la boca. -¡Qué guapa!-, dijo él, entonces, mirándome desafiante. El brillo de sus ojos volvió a imantarme, el n***o destellante estallando como un fulgor. No dejaba de mirarlo, hipnotizada y él clavó sus pupilas en la mías, con una risa provocativa, varonil, demasiado masculina, que me hizo remecer por completo. Mi sangre empezó hacer ebullición en mis venas y mi corazón se dio por tamborilear vehemente entre mis pechos. Pegaba los muslos y sentía la candela encendiéndose en mis entrañas. Los periodistas le preguntaron a él si tenía cómplices. -Ajá, respondió, otra vez divertido, tengo perros amaestrados para detectar celulares extraviados- Todos estallaron en risas. Yo también. El capitán se puso rojo de ira. -¡¡¡Llévenselo!!!-, ladró y un oficial lo jaló hacia la carceleta, donde aguardaría hasta su traslado a requisitorias. -¿Quién es?-, pregunté al capitán. La cólera había empezado a despintarse de su cara. -Un ladronzuelo, roba celulares, ya le cortamos las alas-, me dijo, respirando más aliviado. -Qué pena, es muy lindo-, se me escapó el comentario. --Así es, una lástima-, no reparó en el detalle el capitán y se fue a su despacho, tirando la puerta. Me fui a mi escritorio a escribir un informe, pero la imagen de aquel chico la tenía clavada en mi cabeza. Sus ojos tan negros, sus cabellos lacios, bien cortaditos, su sonrisa larga, desafiante y desinhibida y su nariz muy masculina. Crucé las piernas y apreté los muslos. Traté de concentrarme en lo que escribía, pero otra vez lo veía mirándome fijándome, encendiendo las llamas en todo mi cuerpo. De pronto sentía la necesidad de que me acariciara, que me besara y me tome entre sus brazos. Me puse de pie, en forma instintiva, me arreglé en pantalón, ajustándolo bien y me dirigí a la carceleta, por un pasadizo estrecho, lúgubre. Escuché risotadas y también obscenidades. El custodio me miró sorprendido. -¿Qué sucede, Fernanda?-, me preguntó intrigado. No supe qué decirle. El custodio era enorme como un edificio y me tapaba la visión de la carceleta. Detrás de los barrotes habían tres detenidos. Es lo que podía ver. Me empiné sobre mis pies. -Nada, quería ver si estaba todo bien-, me excusé como una boba. Él reconoció mi voz. Había estado entre las sombras, en un rincón, sentado en una taburete y curioso, se pegó a los barrotes. Allí lo vi. Volvió a mirarme con esas pupilas fulgurantes, lleno de brillo y destellos, igual a la cola de un cometa. Y otra vez estiró la sonrisa larga, varonil, muy masculina que volvió a hacerme cenizas. Junté los dientes y abrí la boca. Él se deleitó con ese detalle tan sexy y femenino. -¡Qué guapa!-, volvió a decirme. Esta vez salí corriendo de allí, y me arremoliné en mi escritorio, embozada entre mis hombros, roja como un tomate, sudando, con el corazón latiendo de prisa, entumecida y golpeando febril mis rodillas. ***** No estuve cuando él fue trasladado a requisitorias. Había salido a hacer una diligencia, una denuncia de agresión en el distrito. Un hombre golpeó a una mujer, al parecer porque no le hizo caso a sus afanes de enamorarla. El tipo fue detenido y derivado a la comisaría del sector. La fémina presentó denuncia e hice el traslado a las autoridades correspondientes. Furiosa corrí a la carceleta. Habían cuatro detenidos, pero él no estaba detrás de los barrotes. Apreté los puños y los dientes y me volví decepcionada a mi escritorio. Me senté renegando, mascullando mi cólera, cuando el capitán me llamó. -¡Sub oficial!-, me dijo. De un brinco me presenté ante él. -¿Sí, señor?-, pregunté. -Revise el arresto del ladronzuelo de celulares, fíjese quién fue el efectivo que lo detuvo. No está consignado en el informe y están reclamando desde requisitorias. Le agrega, por favor, eso es todo-, me dijo. Mi corazón volvió a ponerse frenético. Empezó a tamborilear con insistencia y otra vez chapoteaba la sangre en mis venas. Las llamas empezaban alzarse desde mis pies hasta mis pechos, prendiendo el fuego en todos mis rincones. Allí estaba, Monteza, 23 años, saqué la lengua y lo corrí por mis labios. Jugué con mi lapicero en las manos, crucé las piernas y sentí que mis pechos empezaban a emanciparse debajo de mi uniforme. Con la otra mano empecé a jalar mis pelos. Lo apunté todo en una libretita. Tamaño, peso, dirección, antecedentes, hasta el último detalle. En plenas anotaciones, el capitán me hizo saltar de la silla. -¿Ya, sub oficial?-, bramó. -Sí, sí, señor, ya está-, mentí. No había buscado nada.
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