Soñaba con él. Todas las noches. Me imaginaba tomando mis manos, besando mi boca, acariciando mi piel, disfrutando de mis labios, y yo suspiraba siendo suya. Quería que me tomara, me sometiera y me vuelva una antorcha con su pasión y vehemencia.
En todas las esquinas lo veía, misterioso, sonriente, embozado en las sombras. Corría para hablarle pero no era él. sino un espejismo que empezaba a dibujar mi ansiedad en todos lados.
Mi hermana Claudia se dio cuenta de que estaba ensimismada por un hombre.
-¿Quién es él?-, me preguntó arrugando las cejas cuando desayunábamos. Yo me hice la tonta.
-No, nadie, ¿por qué? Pensaba en mis cosas-, esquivé la pregunta. Claudia frunció su boca.
-A mí no me engañas Fernanda, estás enamorada-, me insistió.
Sorbí el café con leche y mordí un trozo de pan con mantequilla. -No, no, no estoy enamorada-, le aclaré.
-Se ve en tus ojos, están brillantes, y además estás como una idiota pareces un zombie-, echó a reír ella.
-La miré con el rabillo del ojo. -Seguro lo dices porque estás enamorada de Beto-, mascullé.
-Nada que ver. Beto es un idiota-, estalló en risas Claudia.
Beto y Claudia estudian medicina juntos en la universidad. Él siempre llega a casa, disque a estudiar, y los he visto besándose apasionadamente y mi hermana se deja saborear los labios, con los ojos cerrados, las manos tumbadas, suspirando febril y hasta vehemente.
Me fui a la comisaría ya con mi uniforme puesto. Está cerca de mi casa. Me voy a pie por el parque, cortando camino, saludando a los vecinos. Todos me conocen.
-¡¡¡Hola Fernanda!!!-
-¡¡¡Buen día, oficial!!!-
-¡¡¡¿Cómo está jefaza?!!!-
Esas frases siempre las escucho en mi trayecto hacia mi puesto de trabajo. Les hago un mohín, una venia o les muevo los deditos a quienes me pasan la voz.
El cabo Pérez me saluda. Siempre está en la puerta. -Dichosos mis ojos de contemplarla, sub oficial-, me dice, todos los días, coqueto. Yo le sonrió y le saco la lengua.
El capitán ya está en su escritorio. Es el primero en llegar o a veces se amanece trabajando. No he conocido policía más apegado a su labor que el capitán Luis Melgarejo. Él fue quien me pidió para que trabajase en la comisaría que comanda.
-No conocí a tu padre, pero sé que era un excelente policía-, me dijo cuando solicitó mi traslado. Yo estaba en Ventanilla, a muchos kilómetros de distancia de mi casa y me era imposible llegar temprano y había solicitado mi transferencia a la comandancia. No me hacían caso a mi pedido.
-Por el momento es difícil moverla, sub oficial-, me decía la teniente encargada de agilizar los trámites, removiendo cientos de files y folders. Justo Melgarejo me oyó suplicante.
-Ayúdeme, teniente, le pedí a Raquel Mori, éramos muy amigas porque había sido mi profesora en la escuela de sub oficiales, me es difícil ir desde mi casa hasta Ventanilla-
-¿Usted es la hija del capitán Benavides?-, intervino, entonces, Melgarejo.
-Sí, mi capitán-, dije, poniéndome en firmes.
Melgarejo arrugó la boca. -Dame su file, Raquel-, le pidió a la teniente. Lo hojeó, sin dejar de chupar su boca.
-Sí, son tres horas desde allá hasta Ventanilla. Mucho-, murmuró. Raquel me hacía guiños y yo dibujaba un círculo con mis dedos.
-Teniente, pida el traslado de la sub oficial Benavides a mi distrito-, dijo, lanzó el file y se retiró sin despedirse.
Me puse a saltar como loca y Raquel se molestó. -Compórtese, sub oficial-, me pidió pero yo solo le saqué la lengua divertida y ella estalló en risotadas.
Como siempre, es al primero al que saludo. -Buenos días, mi capitán-, me pongo en firmes, juntando los talones.
Melgarejo nunca responde. Siempre ordena sin mirar a los ojos. -Vaya al mercado a echar un vistazo-, me dice, por ejemplo. Cada mañana tiene una nueva orden.
Esa vez tenía que revelar al personal que estaba en migraciones. -Han pedido refuerzos, vaya allá-, me dijo. Mientras tomaba mi cartuchera y firmaba el recibo de mi pistola, el capitán llamó a Manolo. -¡Sub oficial Duarte, llévala en la unidad a migraciones!, la recoges a las tres-
Duarte arrugó la nariz, pero igual aceptó.
No es que haya peleado con Manolo, sino que le dije que él no me atraía y que solo podíamos ser amigos y eso le dolió mucho.
Ya habíamos salido antes, cuando yo aún estaba en la escuela de sub oficiales. Él se interesó mucho en mí. No pasaron ni dos días cuando estábamos besándonos, acaramelados, detrás de los vestidores.
-Eres hermosa, Fernanda-, me decía rendido a mis encantos. Yo, en realidad, estaba más preocupada en mis estudios y tomé a Manolo como un vacilón, un pasatiempo, alguien con quién pasarla chévere y sin ataduras.
Sin embargo él no lo entendió.
-Te adoro, Fernanda, te sueño, te deseo mucho-, me decía embobado, saboreando mis labios, acariciando mis labios.
Nos castigaron por su culpa. Después de hacer ejercicios y cuando me disponía a darme una buena ducha, Manolo me jaló a los jardines y empezó a besarme con desesperación y vehemencia, exprimiéndome como una naranja. Uno de los capitanes nos sorprendió en pleno manoseo y nos sancionaron drásticamente: cien vueltas a la cancha de fútbol.
Pero Manolo no escarmentó. En las noches me buscaba a mi barraca y me besaba como loco. En el colmo de la audacia me agarraba las caderas.
-Me encantan tus caderas. Las tienes divinas, grandes, firmes, me gustan mucho-, me decía goloso. Yo disfrutaba de sus besos, es cierto, pero estaba temerosa que me volvieran a castigar.
No quería entusiasmarlo mucho, tampoco. Por eso le dije que lo nuestro no podía ser.
-Eres un chico muy lindo, Manolo, pero por ahora no quiero tener amoríos con nadie, solo amistades, contigo solo quiere ser amigos-, le subrayé.
A Manolo no le hizo gracia lo que le dije. Arrugó la frente y se puso rojo como un tomate.
-Tú eres mía-, me dijo furioso.
-Yo no soy de nadie-, le devolví la cólera.
Intentó besarme, otra vez, pero ahora lo empujé y le dije que ya no lo hiciera y me fui, alzando mi nariz y moviendo las caderas, dejándolo en una pieza, soplando su ira.
Aunque Duarte intentó acercarse muchas veces, ya no hubo más besos ni arrumacos, ni caricias ni nada.
Me senté tranquila en la patrulla. revisé mi tablet y Manolo abrió la puerta con furia y se lanzó sobre el timón. Arrancó con ira y las ruedas chirriaron igual que en la fórmula uno.
-Te vas a estrellar-, le reclamé.
-Eres injusta conmigo-, me aclaró sin mirarme.
-Por ahora estoy bien sola, Manolo, quizás más adelante. Eres un buen chico, pero como te digo, primero deseo definir bien mi vida-, intenté calmarlo.
-Bueno-, mascullo siempre con enfado. Sutilmente deslizó una mano y tomó mi rodilla. Lo miré divertida. Con la puntita de mis dedos le alcé su manito y se lo tiré al timón.
-Y me gusta que me respeten mientras trabajo-, le aclaré.
Manolo estalló en carcajadas.