Pasaron los días como si fueran semanas. No exagero: cada minuto sin saber de Jared era un peso en el pecho, un ruido de fondo que no me dejaba respirar tranquila. Era como si alguien hubiera apagado de golpe la luz de un lugar secreto que yo recién había descubierto y me dejara a oscuras, tanteando a ciegas.
Aquella tarde en mi casa intercambiamos números. Él me lo pidió con una sonrisa tan natural que me pareció imposible decir que no. Guardé su contacto como si fuera un tesoro, pero pronto se convirtió en una especie de tortura. Abría el celular, leía su nombre en la pantalla y las palabras parecían atascarse en mi garganta aunque fuera sólo texto. Lo veía constantemente en linea. Escribía frases cortas que terminaban borradas al segundo: ¿cómo estás?, ¿llegaste bien ese día?, gracias por lo de la pasta. Todo me parecía tonto, forzado, demasiado poco o demasiado atrevido. Y la idea de que él pudiera leerlo y no contestar me daba tanto miedo que prefería mantenerme callada.
Me repetía que quizás él me escribiría primero, que aparecería un mensaje suyo con cualquier pretexto, una broma, una pregunta. Revisaba el celular a cada rato, como si por mirarlo más veces fuera a provocar que apareciera la notificación. Pero nada.
El primer día después de aquel encuentro, lo busqué con los ojos todo el tiempo. Quería hablar con él, agradecerle por la tarde, disculparme por la despedida. Sentía que si lo veía, aunque fuera de lejos, las dudas se disiparían. Y sí lo vi: en el pasillo, caminando hacia mí. Lo reconocí por su forma de andar, por la seguridad que parecía rodearlo como un aura. Lo miré, esperando al menos una sonrisa. Pero nada. Sus ojos se encontraron con los míos por apenas un segundo y siguió de largo, como si yo fuera una desconocida más. Ni una palabra, ni un gesto.
Dalton, que caminaba a su lado, me lanzó una mirada burlona. Como si supiera algo que yo no. Como si disfrutara viéndome temblar por dentro.
Ese día lo esperé en el banco donde me acomodaba siempre y desde que el llegó se había convertido en un lugar sagrado, un rincón donde mi corazón se abría aunque yo no lo quisiera. Me quedé allí mucho tiempo, viendo cómo la escuela se iba vaciando, cómo los grupos de amigos se despedían, cómo las luces del pasillo se apagaban una a una. Me fui cuando ya no quedaba nadie, con un nudo en la garganta tan apretado que me costaba tragar saliva.
Camino a casa, mi cabeza era un enjambre de escenarios crueles. Tal vez había escuchado los gritos de mi madre aquella tarde y pensó que yo no era digna de su tiempo. Una chica con una familia rota, una fracasada que ni siquiera podía poner un plato de pasta en la mesa sin que la humillaran. O quizás Dalton, con esa sonrisa venenosa, lo había convencido de que había chicas más bonitas, más seguras, más divertidas. Había tantas. Yo, en cambio, sólo era esta sombra que trataba de pasar inadvertida. También pensé que tal vez, al descubrir que soy virgen, que no tengo experiencia, que apenas puedo sostener una conversación sin ponerme nerviosa, había perdido el interés.
Esa noche encendí el celular en la oscuridad de mi cuarto y escribí una docena de mensajes que nunca envié. Te extraño. Perdón si te incomodó algo. Me gustó mucho la otra tarde. Cada uno me parecía más patético que el anterior. Borraba y volvía a escribir hasta que me dolieron los dedos. Terminé llorando bajito, con la almohada apretada contra la cara para que mi madre no escuchara.
El segundo día, lo vi en el patio, rodeado de los chicos del equipo. Estaban riendo, jugando, como si nada hubiera pasado. Algunas de las novias de los jugadores estaban allí, todas perfectas, con sus risas fuertes y su seguridad arrolladora. No esperaba que él me invitara a sentarme con ellos, ni en mis mejores sueños. Pero me mató que ni siquiera me dedicara una mirada. Su indiferencia era un muro que no podía atravesar. Me quedé un rato observando desde lejos, hasta que comprendí que no iba a cambiar nada y me fui con una sensación amarga en el estómago.
El tercer día me pesaba en el cuerpo como una condena: teníamos clase de español juntos. No había forma de que me evitara, podríamos hablar al fin. Entré al salón con las manos sudorosas, tratando de ocultar mi nerviosismo. Él llegó de último, cuando la maestra ya estaba por empezar, y ni siquiera se giró a mirarme. Yo sentía su presencia a mi lado, cada movimiento suyo me tensaba los nervios, pero fue como si no existiera. No podía evitar mirarlo de vez en cuando, pero él no volteaba hacía mi. La clase se me hizo eterna, las palabras de la maestra rebotaban en mi mente sin sentido alguno. Sólo esperaba el timbre.
Cuando al fin sonó, Jared se levantó como un resorte, salió disparado del salón y me dejó con una sensación de vacío tan grande que tuve que respirar hondo para no romperme ahí mismo.
—Podemos hacer equipo —dijo una voz junto a mí.
Me giré, desorientada. Era una chica de cabello lacio, sonrisa clara.
—Soy Carmina —explicó—. Estamos juntas aquí y en biología. La profe pidió equipos de tres, Hebert está conmigo y dijo que te invitemos.
Tardé unos segundos en reaccionar. Hebert. El mejor promedio de la clase. Lo sabía de oídas, de verlo responder siempre bien. La chica parecía emocionada, como si me estuviera ofreciendo un privilegio. Tal vez lo era, nunca nadie me había invitado a ningún equipo, la maestra me asignaba a uno al final, al que estuviera incompleto.
—Está bien, muchas gracias —atiné a decir, con una sonrisa que se sintió rota.
Ella me observó con atención, como si se diera cuenta de que estaba en otro mundo.
—Podemos hablar mañana en biología. No te preocupes, yo lo organizo —añadió con amabilidad.
Asentí, agradecida. Cuando ya me daba la vuelta, Carmina sonrió con picardía.
—Anda, ve. Persigue al chico guapo —dijo riendo.
Me quedé helada, como si me hubiera leído la mente. Quizás no era tan invisible como yo pensaba. Tal vez, desde que Jared se acercó a mí, los demás me habían empezado a ver con otros ojos.
Salí del salón con el corazón latiendo a toda prisa. Lo busqué en los pasillos, sin éxito. En el patio estaban los del equipo, pero él no. Fue entonces cuando recordé el cuarto de trebejos, su escondite en el gimnasio. Ese lugar que me mostró el día que decidió que yo era su chica
Llegué hasta la puerta con el corazón en la garganta. Estaba cerrada, pero no tenia candado en el exterior. Dudé unos segundos, respiré hondo y toqué con suavidad.
El silencio me hizo pensar que tal vez no estaba, que había sido un error ir. Pero de pronto, la puerta se abrió y allí estaba él. Jared. Con esa sonrisa suya, la que me hacía sentir que todo lo malo se disolvía.
—¿Cuánto más me harás esperar por ti, mi pequeña tonta? —susurró.
Antes de que pudiera reaccionar, me jaló hacia adentro, cerró la puerta y me arrinconó contra ella, tan cerca que podía sentir su respiración rozándome el cuello. Todo el dolor de esos días se derrumbó de golpe, reemplazado por un torbellino de alivio, miedo, deseo y rabia contenida.
Me miró fijamente, con esa intensidad que me dejaba sin palabras, y yo entendí que su silencio, su frialdad, habían sido un juego. Una forma de probarme, de castigarme, de quién sabe qué. Pero en ese instante, con su cuerpo pegado al mío, lo único que sentí fue que, a pesar de todo, lo necesitaba más que nunca.