La campana de la tercera clase sonó como un eco metálico que se arrastraba por los pasillos. Yo recogí mis cosas despacio, como siempre, esperando a que el salón se vaciara antes de salir. No me gustaba caminar entre la multitud; era como exponerme a un ruido que me borraba más que nunca.
Me acomodé la mochila en el hombro y estaba a punto de dirigirme hacia mi casillero cuando lo vi apoyado contra la pared, justo a la salida. Jared. Como si me estuviera esperando.
Me quedé paralizada un instante, porque él no miraba a nadie más. Solo a mí. Esa certeza me recorrió como un latigazo.
—Ven —dijo simplemente.
No preguntó si tenía clase, si me importaba, si estaba ocupada. Fue una orden. Y lo más extraño de todo fue que yo obedecí sin pensarlo.
Caminé hacia él, intentando que mis pasos sonaran firmes, aunque por dentro todo era tambaleo. Me tomó del brazo con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo, y me guió hacia las escaleras traseras del edificio.
—¿Adónde vamos? —pregunté en un susurro.
Él sonrió, esa media sonrisa torcida que parecía siempre rozar la insolencia.
—A ninguna parte. O a todas. Da igual, ¿no?
Yo abrí la boca para replicar, pero no salió nada. En ese instante lo comprendí: había cosas que no necesitaban explicación.
Atravesamos la reja lateral que casi nadie usaba. Jared la empujó sin dificultad y me hizo una seña para que lo siguiera. El corazón me golpeaba con tanta fuerza que sentía que cualquiera podría escucharlo. Saltar la reja era un acto mínimo de rebeldía, pero para mí equivalía a romper todas las reglas que me habían mantenido a salvo, invisible, durante años.
Él iba delante, y yo lo seguía. Y aunque era yo quien estaba abandonando la escuela a mitad del día, lo sentía como si me estuviera liberando.
El parque quedaba a unas cuadras. Nunca había reparado demasiado en él; para mí no era más que un lugar de paso, un espacio verde en medio de calles grises. Pero aquel día, visto a través de los ojos de Jared, parecía distinto.
Los árboles eran altos y frondosos, y el viento agitaba las ramas como si quisiera saludarnos. Había hojas secas esparcidas por el suelo, crujían bajo nuestros pasos. Los bancos de madera estaban casi vacíos, apenas una pareja de ancianos y una madre con su niño pequeño. Era un escenario silencioso, casi nuestro.
—¿Siempre vienes aquí? —pregunté.
—No —respondió él, metiendo las manos en los bolsillos—. Pero pensé que te gustaría. Tienes cara de necesitar aire.
Me reí, nerviosa. —¿Y qué cara es esa?
Él se volvió hacia mí, deteniéndose de golpe. Me observó con esa intensidad suya que me dejaba sin defensa.
—La de alguien que se está ahogando y ni siquiera se da cuenta.
No supe qué contestar. Sentí que sus palabras habían rozado una parte de mí que nunca había mostrado. ¿Cómo podía ver tanto en tan poco tiempo? Yo, que había pasado años siendo transparente, de pronto me veía desnuda bajo su mirada.
Seguimos caminando en silencio. Pero no era un silencio incómodo. Era más bien una tregua, como si los dos supiéramos que no hacía falta llenar el aire con palabras.
Nos sentamos en un banco apartado, bajo la sombra de un árbol. Jared se inclinó hacia atrás, cruzó una pierna sobre la otra y miró al cielo, como si el mundo le perteneciera. Yo, en cambio, me senté recta, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, incapaz de relajarme.
—Cuéntame algo —dijo de pronto.
—¿Algo como qué?
—Lo que sea. ¿Qué haces cuando no estás en la escuela?
La pregunta me sorprendió. Nadie solía interesarse en mi vida fuera de esas paredes. Me encogí de hombros.
—No mucho. Leo. Escucho música. A veces dibujo… nada importante.
—¿Por qué hablas de ti como si todo lo que haces fuera insignificante? —preguntó sin apartar la vista de mí.
Me sonrojé. —Porque lo es.
—No lo creo. —Su tono era firme, sin dejar espacio a la duda.
Hubo algo en su seguridad que me estremeció. Yo nunca había creído que valiera la pena contarme. Él, en cambio, parecía convencido de lo contrario.
—¿Y tú? —me atreví a preguntar.
Jared se rió entre dientes. —Yo hago lo mismo que todos: perder el tiempo.
—No parece que seas como todos.
—¿Ah, no?
Negué con la cabeza. Él arqueó una ceja, divertido.
—Entonces ya me descubriste. —Se inclinó hacia mí, bajando la voz—. Soy distinto. Y tú también lo eres, aunque no quieras admitirlo.
Esa cercanía me hizo contener la respiración. Sentí su aliento rozar mi mejilla, y una corriente eléctrica me atravesó de pies a cabeza. Me aparté apenas, pero él no se movió.
Pasamos así más de una hora, hablando de cosas pequeñas, mirando a la gente que pasaba, inventando historias absurdas sobre ellos. Yo reía con una ligereza que casi no reconocía en mí misma. Era como si hubiera olvidado por un momento que mi vida entera se sostenía en un hilo invisible.
Cuando el sol comenzó a descender, tiñendo de naranja las copas de los árboles, Jared se levantó de golpe.
—Vamos.
—¿A dónde?
—A caminar.
Lo seguí por un sendero que bordeaba un estanque. El agua reflejaba la luz del atardecer, y el aire fresco me enrojecía las mejillas. Era como estar dentro de un sueño del que no quería despertar.
De pronto, Jared se detuvo. Yo casi choqué con él.
Se giró lentamente, y nuestros ojos se encontraron. Había algo distinto en su mirada, algo que no había visto antes: una intensidad serena, como si hubiera tomado una decisión.
—¿Sabes qué es lo peor de ti, Elisa? —dijo.
—¿Lo peor? —repetí, desconcertada.
—Que no te das cuenta de cuánto vales.
El silencio que siguió fue tan espeso que me costaba respirar.
Y entonces ocurrió.
Jared levantó una mano y me acarició el rostro con suavidad. No hubo prisa, no hubo brusquedad. Solo ese gesto lento, como si estuviera borrando la línea que me separaba de todos los demás.
Yo cerré los ojos un instante, temiendo que todo desapareciera si me movía.
Y en ese espacio suspendido, sus labios encontraron los míos.
El beso fue torpe, porque yo no sabía qué hacer con las manos ni con la respiración. Pero también fue arrebatador, porque sentí que todo mi cuerpo ardía. Fue un choque de mundos: mi invisibilidad hecha pedazos contra su presencia implacable.
Cuando se apartó, apenas unos centímetros, seguía mirándome como si me hubiera descubierto un secreto.
—¿Ves? —susurró—. Estabas esperando esto.
Yo no pude negarlo. Tenía la sensación de que, por primera vez en mi vida, alguien me había arrancado del fondo de un pozo oscuro y me había hecho respirar.
Me quedé de pie, temblando, con el corazón desbocado y la certeza de que ya no había vuelta atrás.
Regresamos a la escuela cuando ya caía la tarde. Las luces se encendían en las aulas, y el murmullo habitual había desaparecido. Parecía otro lugar, vacío, como si nos hubiera estado esperando.
Caminamos juntos hasta la esquina, y allí nos separamos sin más. Ni promesas, ni explicaciones. Solo una mirada suya que decía todo.
Al llegar a casa, me encerré en mi habitación. Toqué mis labios una y otra vez, como si pudiera retener el eco de aquel beso.
Supe que mi vida había cambiado, aunque no entendiera cómo ni hasta dónde.
Y lo más inquietante de todo era que no me importaba.