A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, lo primero que pensé fue en él. No debería haber sido así. Apenas lo conocía. Apenas había dicho un par de frases dirigidas a mí, frases que ni siquiera eran dulces, sino más bien órdenes disfrazadas de conversación. Y, sin embargo, su voz seguía colgando en el aire de mi cuarto, como si se hubiera quedado atrapada entre las paredes.
Me odié por eso. Odié que un desconocido ocupara tanto espacio en mi cabeza. Odié que mi primer pensamiento del día no fuera la alarma que me esperaba, ni la tarea de matemáticas sin terminar, sino la curva de su sonrisa torcida, la manera en que me había sostenido la mirada hasta obligarme a bajar los ojos.
Me repetí, como un mantra, que no significaba nada. Que yo no significaba nada para él. Que seguramente no recordaría ni mi nombre. Pero al mismo tiempo, en el fondo de mi pecho, algo vibraba con la expectativa absurda de volver a verlo.
Camino a la escuela, me puse los audífonos, aunque, otra vez, no escuchaba música. Necesitaba ese aislamiento, esa ilusión de estar blindada contra el mundo. Caminaba entre las calles húmedas de rocío, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, intentando concentrarme en el ritmo de mis pasos. Un, dos. Un, dos.
En el portón de la preparatoria, las mismas escenas de siempre se repetían como una película gastada: grupos de chicas riendo demasiado fuerte, chicos que se empujaban entre sí fingiendo peleas, las miradas ansiosas de quienes buscaban llamar la atención de alguien más. Yo pasaba entre ellos como un fantasma, invisible, ignorada.
Me decía que eso era lo que quería. Que la invisibilidad era mi refugio. Pero ese día, mientras caminaba hacia mi casillero, me descubrí deseando lo contrario: que él estuviera ahí, que me viera, que me llamara de nuevo.
No estaba.
Ese vacío me dolió más de lo que debía. Abrí mi casillero con torpeza, fingiendo indiferencia, aunque por dentro me sentía ridícula. ¿Desde cuándo esperaba nada de nadie?
Las primeras horas pasaron lentas, arrastradas. Tomaba notas que no entendía, dibujaba en los márgenes del cuaderno líneas sin sentido. Mis pensamientos giraban alrededor de la misma pregunta: ¿y si todo lo de ayer había sido solo un accidente, una casualidad que no se repetiría?
En el descanso, me refugié en mi rincón habitual del patio, ese banco medio escondido bajo un árbol. Me gustaba sentarme ahí porque la sombra me cubría y nadie se molestaba en buscarme. Pero ese día, apenas abrí mi libro, lo vi.
Jared.
Estaba al otro lado del patio, rodeado de un pequeño grupo de curiosos. Algunos intentaban hablarle, otros reían demasiado fuerte, buscando su aprobación. Él los observaba con una calma que intimidaba, como si todo el mundo girara a su alrededor y él decidiera a qué prestarle atención.
Mi primera reacción fue esconderme tras las páginas del libro. No quería que me viera, no quería que pensara que lo estaba mirando. Pero al mismo tiempo, cada fibra de mi cuerpo deseaba lo contrario: que sus ojos me encontraran entre la multitud.
Y entonces ocurrió.
No sé cómo lo hizo, entre tanta gente, pero sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un segundo, tal vez dos, suficientes para que mi pecho se apretara. No sonrió, no saludó, no hizo nada. Simplemente me miró. Y esa mirada fue más fuerte que cualquier palabra.
Me quedé inmóvil, incapaz de fingir otra cosa. Sentí que el libro temblaba en mis manos. Cuando por fin aparté los ojos, ya era tarde: él había comenzado a caminar hacia mí.
El patio se volvió un rumor confuso. Las voces se mezclaban, pero yo solo escuchaba el sonido de sus pasos acercándose. El aire parecía más denso, como si cada respiración costara el doble.
—¿Qué lees? —preguntó, de pie frente a mí.
Su sombra me cubría, oscureciendo las letras en la página.
—Ehm… nada importante —respondí, cerrando el libro de golpe.
Me maldije por lo estúpida que soné. Pero él no se rió. Se inclinó un poco, lo suficiente para obligarme a levantar la vista.
—¿Siempre te escondes aquí?
No supe qué decir. Era cierto. Ese banco era mi refugio desde hacía meses, y que él lo señalara me hacía sentir desnuda, expuesta.
—Me gusta la sombra —mentí.
Él arqueó una ceja, como si viera a través de mí.
—No. Te gusta que nadie te vea.
La frialdad con la que lo dijo me atravesó. No era una pregunta, era una certeza. Y lo peor es que tenía razón.
Me revolví incómoda en el asiento, deseando que se fuera, pero al mismo tiempo rogando que no lo hiciera.
—¿Y qué pasaría si alguien te viera? —añadió, y esta vez la pregunta sonó como un desafío.
No pude responder. Mi garganta estaba seca.
Él sonrió, esa sonrisa torcida que no era realmente una sonrisa, sino un aviso.
—Te veré yo.
No dijo más. Simplemente se dejó caer en el banco, a mi lado, como si le perteneciera.
El silencio se estiró. Yo podía escuchar el ruido del patio, los gritos, las risas, pero al mismo tiempo todo parecía lejano, irrelevante. Jared estaba demasiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo invadiendo el espacio que hasta ese momento había sido solo mío.
Me atreví a mirarlo de reojo. Tenía la corbata aún más floja que ayer, la camisa desordenada, un aire de descuido que en él no parecía negligencia, sino rebeldía. Sus dedos jugaban con una ramita seca, partiéndola en pedazos como si no le costara esfuerzo.
—Eres rara —dijo de pronto, sin mirarme.
Me tensé.
—¿Por qué?
—Porque no corres detrás de nadie. Porque no intentas que te miren. Porque parece que quisieras desaparecer.
No supe si aquello era un insulto o un elogio. Me encogí de hombros, incapaz de defenderme.
Él se giró hacia mí entonces, y su mirada volvió a atraparme.
—Pero yo te vi.
Sentí un vértigo extraño, como si el suelo hubiera desaparecido bajo mis pies. Nadie me había dicho algo así antes. Nadie me había hecho sentir visible de esa forma.
Quise responder, pero el timbre sonó en ese momento, liberándome de la presión de encontrar palabras. Jared se levantó despacio, como si nada hubiera ocurrido.
—Nos vemos luego, Elisa —dijo, pronunciando mi nombre con una familiaridad que me erizó la piel.
Me quedé sola en el banco, con el libro cerrado en el regazo y el corazón golpeando demasiado fuerte.
Las horas siguientes fueron un borrón. Las clases pasaban frente a mí sin que yo las registrara. Solo podía pensar en su voz, en la manera en que había dicho mi nombre, en esa promesa velada de que me vería otra vez.
Al final del día, cuando recogí mis cosas y caminé hacia la salida, lo encontré esperándome en el pasillo. Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Me detuve en seco.
—Vamos —dijo simplemente.
No pregunté adónde. No discutí. Caminé a su lado, como si esa fuera la única opción posible.
El corredor estaba casi vacío. Los pocos que quedaban nos miraban de reojo. Yo sentía cada mirada como un dardo, pero al mismo tiempo, por primera vez, no me importó.
Al salir al aire libre, el sol de la tarde caía oblicuo sobre los edificios. Jared no dijo nada durante varios minutos, y yo tampoco. Caminábamos en silencio, hasta que él se detuvo frente a una reja cubierta de enredaderas.
—¿Siempre haces lo que te dicen? —preguntó de repente.
Su tono no era de burla, sino de examen.
—No —mentí otra vez.
Él sonrió, divertido.
—Sí lo haces.
Y entonces, sin previo aviso, alzó la mano y me apartó un mechón de cabello que el viento había arrojado sobre mi rostro. No fue un gesto suave. Sus dedos rozaron mi piel con firmeza, casi con rudeza.
El contacto fue breve, pero suficiente para que todo mi cuerpo reaccionara. Me aparté un paso, con la respiración entrecortada.
Él me observó, y en su mirada había algo que no supe descifrar: ni ternura, ni compasión, sino más bien una especie de curiosidad oscura.
—Te asustas fácil.
No respondí.
—Eso también está bien —añadió, como si hablara consigo mismo.
Me dio la espalda y comenzó a caminar hacia la salida de la escuela. Yo lo seguí sin pensar.
Esa noche, en mi habitación, volví a odiarme. Odié la forma en que había obedecido sin preguntar. Odié que me temblaran las manos al recordar el roce de sus dedos en mi rostro. Odié que mi reflejo en el espejo me pareciera diferente, como si ya no fuera la misma chica invisible de antes.
Pero, por encima de todo, odié lo que sentí cuando cerré los ojos: la certeza de que, aunque me destruyera, quería volver a verlo.
Y lo peor… es que sabía que él también lo sabía.