No sé en qué momento dije que sí. Tal vez fue la forma en que me sonrió, con esa calma que parecía no necesitar palabras. Jared me había invitado a su casa después de clase, sin plan ni motivo aparente. Solo dijo: “Quiero mostrarte algo”.
Y ahí estaba yo, sentada en el asiento del copiloto, con las manos sobre las rodillas y el corazón golpeando con una mezcla de nervios y curiosidad. Afuera, el sol se filtraba entre los árboles de la avenida, y cada sombra que cruzaba el parabrisas parecía marcar un pulso distinto en el aire.
—No tienes que estar tan tensa —dijo él, sin apartar la vista del camino—. No voy a secuestrarte, ¿sabes?
Intenté sonreír, pero mi voz salió más baja de lo que quería.
—No estoy tensa. Solo… no suelo hacer esto.
—¿Esto? —preguntó, arqueando una ceja.
—Ir a casas ajenas.
Él soltó una risa suave. No burlona, sino genuina, como si se alegrara de mi torpeza.
—Entonces será una experiencia nueva. Prometo que valdrá la pena.
Su casa quedaba en la colina, donde los árboles se abrían paso entre las rejas altas y los autos de lujo. Era una de esas casas con ventanales enormes y un silencio que parece elegido. No había ruido de vecinos, ni voces, ni movimiento. Solo el sonido de nuestras pisadas cuando cruzamos el camino empedrado.
Jared abrió la puerta y me dejó pasar primero. El interior era luminoso, moderno, casi demasiado limpio. Olía a madera y a café, y las paredes estaban llenas de fotografías en blanco y n***o: rostros que no reconocí, paisajes sin color, un perro que parecía haber sido feliz alguna vez.
—Vives solo —dije, sin pensarlo.
Él asintió.
—No realmente, pero así lo parece siempre, desde hace un tiempo.
No añadió más, y yo tampoco supe cómo continuar. Caminé despacio, como si el suelo fuera frágil. Había algo en ese lugar que me incomodaba y me atraía al mismo tiempo. Todo era ordenado, pero se sentía vacío. Como si alguien hubiera intentado llenar el silencio con objetos caros.
—¿Y eso es lo que querías mostrarme? —pregunté, tratando de sonar ligera.
Jared me miró por un momento, y en ese instante tuve la sensación de que podía ver más de lo que yo mostraba.
—No. Ven, te enseño algo.
Me guió hacia una habitación al fondo. No era lo que esperaba: no había lujo, ni muebles de diseñador. Solo una vieja guitarra apoyada en la pared, una mesa con papeles, y un ventanal que daba al bosque. Sobre el escritorio, había un cuaderno abierto, con una frase escrita en tinta azul:
“A veces la soledad se parece al silencio después de una carcajada.”
—Escribes —murmuré.
Él sonrió apenas.
—A veces. Cuando no quiero pensar en otras cosas.
Me quedé en silencio, observando el cuaderno. Había algo dolorosamente humano en esa frase, algo que me recordó a mí misma.
—¿Y qué otras cosas no quieres pensar? —pregunté.
Jared se apoyó contra el marco de la ventana, cruzando los brazos. La luz del atardecer dibujó una sombra dorada sobre su rostro.
—En lo que se pierde —respondió, después de un momento—. En las personas que dejan de estar. En lo que uno finge no necesitar.
Sentí un nudo en la garganta. No porque lo entendiera del todo, sino porque lo sentía. Esa soledad no era ajena; era la misma que me pesaba cada noche, solo que él la llevaba con una elegancia que yo no podía imitar.
Pasamos al salón principal, donde encendió una lámpara tenue. Me ofreció café, y acepté aunque no suelo tomarlo. Nos sentamos en el suelo, junto a la ventana. Él hablaba de música, de libros, de películas que yo no había visto. A ratos se reía de mis gestos, y yo de los suyos. Todo era extrañamente natural, como si nos conociéramos desde antes de ser quienes somos.
En algún momento, la conversación se detuvo. Jared me observó con una intensidad que me hizo bajar la mirada.
—¿Por qué haces eso? —preguntó en voz baja.
—¿Qué cosa?
—Eso de esconderte.
Sentí el rubor subir a mis mejillas.
—No me escondo.
—Sí lo haces —dijo, sonriendo con tristeza—. Como si tuvieras miedo de ocupar espacio.
No supe qué responder. Quise decirle que no era miedo, que solo me parecía más fácil pasar desapercibida. Pero él estiró la mano y apartó un mechón de mi cabello. El roce fue tan leve que me estremecí.
—No tienes que hacerlo conmigo —susurró.
No sé cuánto tiempo nos quedamos así. Afuera empezó a llover, y el sonido golpeando los cristales llenó el silencio entre nosotros. Jared me alcanzó una manta, y cuando me la puse sobre los hombros, sus dedos rozaron mi cuello. No fue una caricia deliberada, pero mi respiración cambió igual.
—Estás temblando —dijo.
—Hace frío —mentí.
Él se rió suavemente.
—Claro.
Después me mostró su jardín. Salimos bajo el alero, mientras la lluvia caía más fuerte. La vista era impresionante: el bosque extendiéndose más allá de los límites del terreno, el aire oliendo a tierra húmeda.
—A veces me quedo aquí por horas —dijo—. Solo escuchando.
—¿No te aburres?
—No. Es mejor que escuchar a la gente equivocada.
Su frase me hizo reír, pero noté algo en su mirada que no era broma. Había cansancio, un peso invisible.
—¿Te sientes solo? —pregunté.
Él respiró hondo antes de responder.
—Sí. Aunque ya no sé si la soledad me eligió o si yo la elegí primero.
Esa confesión me desarmó. Lo miré de otro modo: ya no como al chico que parecía tenerlo todo, sino como alguien que, pese a su mundo perfecto, también se sentía incompleto.
Sin pensarlo, apoyé mi mano sobre la suya. Fue un gesto torpe, casi infantil, pero él no se apartó. Me miró y sonrió con algo que parecía gratitud.
—Ves —dijo—, por eso me gustas. No finges entenderme, pero igual te quedas.
Volvimos al interior empapados. Me ofreció una camisa suya, grande y suave, para que me secara. Dudé, pero al final accedí. Cuando salí del baño con ella puesta, sentí que mi cuerpo me traicionaba: me miré en el espejo y todo en mí parecía fuera de lugar. La tela me quedaba enorme, y mis piernas desnudas me hicieron sentir expuesta, como si no perteneciera a ese reflejo.
Cuando salí al pasillo, Jared estaba preparando algo en la cocina. Me vio, y su expresión cambió por completo.
—Te ves… —empezó a decir, pero luego bajó la voz— distinta.
Me encogí de hombros, nerviosa.
—Parezco ridícula.
Él se acercó despacio.
—No. Solo te ves real. —Sus dedos tocaron la orilla de la manga—. Siempre estás tratando de esconderte detrás de algo. Ropa, palabras, silencio. Pero así… no hay filtros.
Quise responder, pero su mirada me detuvo. Había una ternura tan profunda en ella que dolía. Su mano subió hasta mi mejilla, y por un instante pensé que iba a besarme. No lo hizo. Solo se quedó ahí, con su frente rozando la mía, y el silencio se volvió insoportable y hermoso a la vez.
Pasó un rato antes de que me atreviera a hablar.
—¿Siempre eres así con las chicas? —pregunté, intentando romper la tensión.
Él sonrió.
—¿Así cómo?
—Encantador.
Jared rió, pero la sonrisa se desdibujó enseguida.
—Antes… tal vez. Solía salir con las chicas lindas del colegio. Las que todos querían.
—¿Y ahora? —pregunté, sin saber por qué mi voz sonó tan baja.
Me sostuvo la mirada.
—Ahora prefiero salir con alguien como tú.
El silencio cayó pesado. Su tono no era burlón, pero algo en mí se contrajo.
—¿Alguien como yo? —repetí, sin poder evitarlo.
Él suspiró.
—Sí. Alguien real. No importa que seas menos… —se detuvo, como si buscara las palabras— menos perfecta. No eres de esas que solo piensan en lucir bien. Eres diferente.
Sentí un nudo en la garganta. Parte de mí quería creer que era un halago, pero otra parte, la más vieja y herida, lo oyó como una ofensa disfrazada. “Menos perfecta”. “Alguien como tú.”
Sonreí débilmente, fingiendo que no me dolía.
—Vaya cumplido.
Jared se acercó un poco más, intentando leer mi gesto.
—No lo dije mal, Elisa. Lo digo en serio. Tú… tú haces que todo esto se sienta menos vacío.
Y en sus ojos vi algo que era verdadero. No lástima, no superioridad. Solo vulnerabilidad. Pero la herida ya estaba hecha, pequeña pero punzante, clavada entre la confusión y el deseo.
La noche cayó sin que lo notáramos. Cuando me ofreció llevarme de regreso, acepté sin discutir. En el camino de vuelta, apenas hablamos. Él puso música suave, y el sonido del motor fue el único acompañante de nuestros pensamientos.
Al llegar a mi calle, me ayudó a bajar y se quedó mirando el frente de mi casa.
—Gracias por venir —dijo, con una sonrisa cansada.
—Gracias por invitarme.
Hubo un momento de silencio, y luego añadió, casi en un susurro:
—No quería que pensaras que soy como los demás.
—No lo pienso. —Lo miré, tratando de descifrarlo—. Solo… no estoy segura de saber quién eres, Jared.
Él sonrió, y su mirada se volvió otra vez enigmática.
—Yo tampoco. Pero contigo parece más fácil averiguarlo.
Se inclinó, besó mi frente, y luego se apartó antes de que pudiera reaccionar.
El auto se alejó despacio, dejando tras de sí el eco de la lluvia que volvía a caer.
Entré en casa sin encender las luces. Aún podía sentir el olor de su camisa, el peso de sus palabras, la confusión que me apretaba el pecho.
No sabía si me había halagado o humillado.
Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me había visto.