Nunca me había sentido tan ligera. Era extraño, pero todo parecía empezar a tener sentido: las clases ya no me parecían un tormento, mamá había pasado una semana sin gritarme, y yo tenía dinero suficiente como para comprar pan fresco y yogur sin tener que revisar cada moneda antes de pagar.
No sé si fue el trabajo, o el simple hecho de tener algo que aportar, pero ver la despensa llena me daba una sensación que no conocía: orgullo. Era mi esfuerzo lo que llenaba esos estantes vacíos.
Cuando mamá me vio sacar las bolsas del supermercado, no lo creyó.
—¿De dónde sacaste todo eso, Elisa? —preguntó, sin apartar la mirada de las bolsas.
—Del trabajo, mamá. Te dije que Carmina me consiguió algo los fines de semana —respondí, mientras colocaba la leche en el refrigerador.
Ella se cruzó de brazos, apoyada en el marco de la puerta.
—Ajá… ¿y qué clase de trabajo contrata inútiles como tú?
—Es en el boliche, solo ayudo con limpieza y cocina —dije, intentando sonar natural.
—Mira, hija, no soy tonta —su voz sonó seca, pero menos furiosa que otras veces—. Solo espero que no estés creyendo en cuentos de hombres que te compran cosas.
Me quedé callada un momento. No sabía si reír o enojarme.
—Mamá, nadie me está comprando nada —dije por fin, con un hilo de voz—. Solo trabajo, eso es todo.
—Ajá. Pues trabaja, pero con cuidado. No quiero que termines como yo —susurró, antes de irse al cuarto, dejando la frase flotando en el aire, pesada, como una advertencia.
No supe qué responderle.
Y sin embargo, esa noche, mientras doblaba el uniforme limpio del boliche, pensé que tal vez mamá no entendía que trabajar también podía ser una forma de salvarme. No solo de ella, sino de esa versión mía que siempre se sentía menos.
El lunes, Jared me estaba esperando en la puerta del salón.
Llevaba el cabello un poco despeinado, y el uniforme perfectamente doblado sobre los hombros, como si acabara de salir de una película donde todos se veían bien sin esfuerzo.
—Buenos días, preciosa —me dijo, con esa sonrisa suya que hacía que el mundo sonara más suave.
—Buenos días —contesté, intentando que no se notara que todavía me ruborizaba cuando me hablaba así.
—¿Lista para la semana? —preguntó, caminando a mi lado.
—Lo intentaré.
—Yo también —respondió riendo—. Oye, por cierto… mi mamá te manda las gracias.
—¿Tu mamá?
—Sí. Le conté que me has ayudado con las clases. Dijo que eres una chica muy responsable.
—Ah… —fue lo único que pude decir. Mi nombre en boca de su madre me sonó como un eco imposible.
—Y… —añadió bajando la voz— te debo una cena por eso.
—No tienes que hacerlo —respondí rápido.
—Quiero hacerlo —insistió, mirándome con una seriedad que me desarmó—. Me gusta tener excusas para verte.
Me derretí un poco por dentro. Intenté esconder la sonrisa, pero no pude.
Jared se dio cuenta y soltó una risa baja.
En el receso, se sentó conmigo.
Ni con Dalton ni con los demás del equipo, sino en nuestra mesa, la que últimamente siempre compartía con Carmina y también con Hebert, que ya no era tan gruñón.
—¿Seguro que no te importa? —le pregunté en voz baja cuando lo vi dejar su bandeja frente a la mía.
—¿Por qué me iba a importar? —respondió mientras abría su jugo—. Quiero estar contigo.
Carmina casi se atraganta con su sándwich.
—¡O sea que ya son oficiales! —dijo, con los ojos brillando de emoción.
—Carmina… —intenté advertirle.
—¿Qué? ¡Era obvio! —respondió riendo—. Además, Jared, tienes que saber que Elisa y yo somos amigas, aquí y en el trabajo. ¡Así que anda con cuidado!
—¿En serio? —Jared se giró hacia mí, sorprendido—. No te preocupes, cuídare.
—No es nada, ella me consiguió el trabajo, solo no hemos hablado mucho de eso—respondí bajito.
—Todo lo tuyo es importante, háblame de tus cosas siempre que quieras—susurró, casi sin pensarlo.
Carmina soltó un suspiro exagerado, y Hebert levantó la mirada del libro.
—¿Podrían no ser tan empalagosos en la mesa? Algunos tratamos de conservar el apetito.
Jared soltó una carcajada, y yo solo atiné a esconder el rostro tras el vaso.
Pero, aunque intentara negarlo, me sentía feliz.
Por primera vez en mi vida, sentía que pertenecía.
Esa semana, Jared se mostró más cercano que nunca.
Me pasaba a buscar para ir a la cafetería, me ayudaba a cargar mis libros y a veces se quedaba en el aula solo para esperarme.
Cuando lo veía con su grupo de amigos, me costaba reconocerlo: parecía otro, más frío, más distante, con esa seguridad arrogante que a veces me intimidaba. Pero cuando estábamos juntos, se volvía tierno, incluso torpe, como si de verdad me dejara ver la versión más honesta de sí mismo.
—Nunca pensé que me gustaría tanto alguien como tú —me dijo un día, mientras caminábamos hacia la biblioteca.
—¿Cómo yo? —pregunté, alzando una ceja.
—Alguien… real —respondió—. No finges ser perfecta, y eso me gusta.
Sonreí, aunque esa palabra —“como tú”— me quedó dando vueltas. No era la primera vez que me decía algo así.
Tal vez intentaba que fuera un halago, sin embargo era un recordatorio de que no pertenecía a su mundo.
Aun así, lo tomé como lo primero. Quería creer que era así.
El viernes, Carmina me alcanzó en los pasillos, justo antes de entrar al aula.
—¿Ya sabes lo del baile de primavera? —preguntó, emocionada.
—Lo escuché por ahí, pero… no creo que sea para mí —contesté, ajustando la correa de mi mochila.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó—. Tienes que ir, Elisa. No todos los días se hace un baile en esta escuela. Y además, ¡tienes novio!
—No… —empecé a decir, pero ella me interrumpió.
—Ni lo niegues. Es obvio para todo el mundo, déjate de tonterías.
Me sonrojé hasta las orejas.
—Solo somos amigos muy cercanos —intenté excusarme.
—Claro, claro —dijo, con una sonrisa pícara—.Entonces Charlotte te mira como si fuera a matarte solo por qué si. Bueno, que te parece si el sábado vamos a elegir tu vestido antes del turno. No acepto un no por respuesta.
—Carmina, no tengo dinero para eso… —susurré.
—Podemos ver algo sencillo, yo te ayudo —respondió sin dudar—. Mi tía tiene una boutique que alquila vestidos. Seguro encontramos algo lindo.
Me quedé pensando en eso toda la mañana.
Nunca había ido a un baile. Ni siquiera a una fiesta de cumpleaños grande.
Solo imaginarme con un vestido, bajo las luces del gimnasio, me daba una mezcla de nervios y emoción que no sabía procesar.
Durante la clase de historia, Jared me pasó una nota doblada.
La abrí despacio.
"¿Quieres ir al baile conmigo?"
Sentí que el corazón me latía en los oídos.
Levanté la mirada y él estaba sonriendo, inclinado sobre su cuaderno, fingiendo tomar apuntes.
Le respondí con un “sí” y un dibujo torpe de un corazón.
No sé cuánto tiempo me quedé mirando el papel, pero todo el resto de la clase fue un borrón de palabras. Parecía irreal la forma en que mi vida había cambiado.
Había tardado mucho, pero todo parecía en su lugar: el trabajo, mamá más tranquila, los amigos, y Jared.
Pensé en lo diferente que se veía su sonrisa cuando hablaba conmigo. En cómo me hacía sentir que no necesitaba fingir ser otra persona.
Y por un momento, me permití creer que eso era amor.