Capítulo 6

1468 Words
Esa mañana amaneció con la misma rutina de siempre: el sonido insistente del despertador, el eco hueco de la cafetera vieja y el golpeteo de los platos en el fregadero. Mi madre ya estaba de pie, con el gesto crispado, fumando un cigarro que llenaba de humo la cocina. A veces pensaba que aquel humo era la verdadera atmósfera de nuestra casa: pesado, gris, irrespirable. Me dolía la garganta, pero lo soportaba en silencio. Siempre en silencio. Últimamente, cada confrontación con ella me pesaba más. Antes había aprendido a vivirlo como parte del paisaje: sus gritos, sus reproches, sus acusaciones eternas contra mi padre y contra mí. Pero ahora, desde que Jared había entrado en mi vida, el contraste se había vuelto insoportable. Había conocido la sensación de ser vista, de ser escuchada, aunque fuera en los minutos robados a las clases, en una caminata por el parque o en una mesa compartida con helados baratos. Y regresar a este ambiente envenenado hacía que todo dentro de mí gritara por salir. —Deberías buscarte un trabajo —me soltó mientras aplastaba la colilla en un plato sucio—. Estoy harta de repetirlo. Ya no eres una niña. No pienses que voy a mantenerte para siempre. Era la misma letanía de siempre, pero esa mañana sonó distinta. No porque creyera en su amenaza, sino porque yo empezaba a desearlo. Empezaba a pensar que un trabajo podía ser más que un castigo: podía ser un escape, una forma de ahorrar lo suficiente para largarme. No me importaba a dónde. Cualquier lugar sería mejor que seguir contando los días en este purgatorio. No respondí. Me limité a recoger mi mochila y salir de casa con el corazón apretado. El aire frío de la mañana me golpeó en el rostro, liberándome un poco del olor a cigarro y a resentimiento. Caminé hacia la escuela con la misma sensación de siempre: el deseo de pasar desapercibida, de ser un fantasma. Y, sin embargo, en el fondo, otra chispa: la esperanza de verlo. La mañana transcurrió con lentitud. Las clases parecían arrastrarse sobre los minutos. Copiaba lo que podía, fingía atención, pero mi mente iba y venía. Pensaba en Jared, en cómo había reído conmigo la última vez, en cómo había insistido en que me veía diferente, más bonita. Sus palabras eran como semillas que no me atrevía a regar, pero que germinaban solas en mi pecho. Por su puesto no éramos novios, ni pasamos juntos todo el día, él era popular, pero al menos una vez al día me buscaba, cuando estaba sola en el jardín, o estudiaba en un rincón de la biblioteca, o solo me acompañaba mientras caminaba a casa y seguía quedándose a unas cuadras. No importaba como, verlo era siempre el mejor momento de mi día. Al medio día, el comedor estaba más lleno de lo normal. Las mesas repletas de charlas, risas, charcos de soda y papeles arrugados. Yo pasaba siempre rápido, intentando encontrar un rincón donde pudiera sentarme sin que nadie me molestara. Pero esa vez fue distinto. Lo vi sentado en la mesa central, rodeado de varios chicos del equipo de básquetbol. Jared destacaba incluso allí, relajado, con esa actitud que hacía parecer que no necesitaba a nadie para brillar. Y sin embargo, todos parecían orbitar a su alrededor. Entre ellos estaba Dalton, el capitán, conocido por su arrogancia y por la facilidad con la que todos parecían obedecerle. Yo pasaba justo a un lado de la mesa, por su puesto sin atreverme a acercarme, cuando ocurrió. —En serio, Jared —decía Dalton con voz fuerte, como asegurándose de que todos lo escucharan—, si entras al equipo vas a tener a las chicas más bonitas a tu alrededor. Te olvidarás de chicas mediocres y raras. No entiendo qué haces perdiendo el tiempo con… esa. Lo dijo mientras mi sombra pasaba junto a ellos. “Esa”. Como si ni siquiera mereciera un nombre. Mi cara se encendió al instante, y apreté los puños contra la tela de mi falda. El mundo entero pareció detenerse en esa fracción de segundo. Sentí las miradas, algunas curiosas, otras burlonas, todas atravesándome como agujas. Iba a acelerar el paso, como siempre. Fingir que no había escuchado. Fingir que no existía. Pero entonces escuché cómo Jared se levantaba de golpe, empujando la silla hacia atrás. —Cierra la boca, Dalton. El silencio se extendió por la mesa. —¿Qué? —soltó Dalton, con una risa incrédula. —Si de verdad quieres que juegue en tu equipo, más te vale no volver a hablar así de mi chica. Porque si lo haces, esta conversación se terminó para siempre. El eco de esas palabras retumbó en mis oídos. Mi chica. Lo dijo con una seguridad que no dejaba espacio a dudas, como si fuera una verdad ya escrita en piedra. Nadie se atrevió a reír. Nadie se atrevió a contradecirlo. Y yo… yo sentí que mi corazón se detenía. No sabía si quería correr y esconderme o quedarme allí para siempre. No sabía si era una mentira piadosa, una estrategia para imponer respeto. Lo único que sabía era que nunca antes alguien me había defendido así, con esa contundencia, con esa fuerza. No me giré. Seguí caminando hacia afuera, con las piernas temblorosas. Minutos después, él me alcanzó en el pasillo. —Espera —me dijo, tomándome suavemente del brazo. Me volví. Sus ojos estaban cargados de una intensidad que me obligaba a sostenerle la mirada. —No dejes que lo que diga ese idiota te afecte. No tiene idea de lo que dice. Quise contestar algo, pero la voz no me salió. Apenas pude asentir, con las mejillas ardiendo. —Ven —añadió él, casi en un susurro—. Quiero enseñarte algo. No pregunté qué. Simplemente lo seguí. Caminamos por los pasillos menos transitados, hasta llegar a una puerta metálica al fondo del edificio de deportes. La abrió con una llave que parecía haber conseguido de alguna forma. —Es uno de los salones de trebejos —me explicó mientras entrábamos—. Lo usan para guardar cosas viejas del equipo, pero casi nunca viene nadie. El interior estaba en penumbra, con olor a madera vieja y sudor seco. Había balones desinflados, redes enredadas, trofeos polvorientos y estantes medio vacíos. Pero en una esquina, sobre unas cajas, había extendido una manta y colocado un par de libros y una lámpara portátil. —Este es mi refugio —dijo con una sonrisa—. El único lugar donde puedo estar tranquilo. Me quedé observando el espacio. No era bonito, ni mucho menos acogedor. Pero había algo en cómo él lo había reclamado, en cómo lo había transformado en suyo, que lo volvía especial. —¿Ves? —se acercó un poco más—. Aquí nadie nos interrumpe. Me sonrojé. Quise responder, pero de nuevo me faltaron palabras. Él me miró de arriba abajo, con esa calma que me desarmaba. —¿Cómo es que cada día te ves más bonita? La pregunta me golpeó como un dardo. Bajé la mirada al suelo, intentando ocultar la sonrisa nerviosa que se me escapaba. —No digas eso… —¿Por qué no? —me tomó suavemente del mentón y levantó mi rostro hacia él—. Es la verdad. Sentí que me derretía bajo su mirada. Mi corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. —¿Por qué dijiste que era tu chica? —me atreví a preguntar entonces, en un hilo de voz. Él arqueó una ceja, como sorprendido de mi osadía. —¿Acaso no lo eres? Me quedé sin respuesta. Bajé la vista de nuevo, con las mejillas encendidas. Entonces, con un gesto lento, volvió a levantarme la barbilla. Sus dedos eran firmes pero cálidos, y su cercanía me envolvía por completo. —Elisa… —susurró mi nombre como si lo probara en su boca. Y me besó. Fue un beso suave al principio, tímido, como si explorara terreno desconocido. Pero para mí fue un terremoto. Todo mi cuerpo se tensó y luego se aflojó al mismo tiempo. Cerré los ojos y me dejé llevar, olvidando por completo el mundo afuera, los gritos de mi madre, las risas crueles de los pasillos, la sombra gris en la que había vivido hasta ahora. No fue incómodo como la primera vez, me deje llevar por él, que fuera quien marcará el ritmo. Cuando se apartó apenas unos centímetros, su frente quedó pegada a la mía. —Ahora sí —murmuró—, ya no hay duda, eres mía. Sonreí, incapaz de contener la mezcla de nervios y felicidad que me atravesaba. En ese refugio polvoriento, rodeados de objetos olvidados, sentí por primera vez que yo también merecía ser elegida, defendida, amada.
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