Capitulo 4

1358 Words
El fin de semana siempre ha tenido un peso extraño en mi vida. Para muchos era sinónimo de descanso, de risas con amigos, de planes que rompían la monotonía de la semana. Para mí era lo contrario: dos días largos, interminables, donde no tenía el refugio de la escuela ni el disfraz de rutina que me permitía fingir normalidad. Tenía todavía el eco de la risa de Jared en la cabeza, el recuerdo de su mano rozando la mía en el parque, el calor de su boca que me había robado la certeza de lo que era estar viva. Y de repente, nada. Ni un número, ni un mensaje, ni una excusa para escribirle. Solo la certeza de que hasta el lunes no lo vería, y la sospecha cruel de que quizá, para él, todo había sido un juego pasajero. Amanecí con esa ansiedad quemándome en el pecho. No podía dejar de pensar en él, en la manera en que me miró el viernes como si yo no fuera invisible, como si mi existencia mereciera luz. Pero ni siquiera teníamos teléfonos intercambiados, él no pidió el mío y yo no me atreví a preguntar. Apenas sabía su nombre. Ni siquiera había aprendido sabía su apellido. Solo Jared. Un nombre que podía pertenecer a cualquiera, a cientos de chicos invisibles en internet. Me quedé tirada en mi cama, mirando el techo descascarado de mi habitación. La pintura blanca se estaba cayendo en las esquinas, revelando manchas de humedad como heridas viejas. Esa era mi vida: un techo agrietado, una espera interminable. Mi madre ya estaba despierta, la escuchaba moverse por la cocina con golpes secos, como si cada plato que colocaba sobre la mesa cargara con un resentimiento que no podía soltar. Bajé descalza y me encontré con su mirada fría. Ni siquiera un “buenos días”. Solo la cuchara golpeando contra la taza. —Hoy viene tu padre, ponte a hacer algo, limpia—dijo sin preámbulo, como quien anuncia una condena. Sentí un nudo en el estómago. Mi padre. Ese hombre que nunca fue realmente mío, porque pertenecía a otra casa, a otra mujer, a otra familia. Nunca estaba presente, ni siquiera cada fin de semana ya que radicaba en otra ciudad cercana. Para mí era solo la visita incómoda, el olor a alcohol, las promesas que nunca cumplía. —No te metas. Hoy las cosas van a cambiar —agregó mi madre, encendiéndose un cigarro a pesar de que siempre decía que quería dejarlo. Yo no necesitaba decir nada, seguro sabia lo que yo pensaba. El humo llenó la cocina y me hizo lagrimear los ojos. Siempre decía lo mismo. Que esta vez sí lo iba a dejar, que ya no iba a soportar ser “la otra”, que estaba harta de vivir de sobras. Pero yo sabía que no. Era un ciclo: peleas, insultos, reconciliaciones en la cama. Y yo atrapada en medio, invisible incluso en mi propia casa. El día pasó lento. Salí a comprar algunas cosas al mercado porque ella me lo ordenó, y mientras caminaba pensaba en Jared. Me preguntaba qué estaría haciendo, si se acordaría de mí, si el beso había significado algo para él. Por primera vez en mucho tiempo, tenía un motivo no solo para querer que llegara el lunes, sino que me desesperaba por ellos La tarde cayó con un cielo rojizo, y con ella llegó él: mi padre. Entró tambaleándose, con ese olor inconfundible a cerveza barata y colonia fuerte que intentaba disimularlo. Me saludo con un breve beso en la mejilla y revolvió mi cabeza como si aún fuera una chiquilla. —Mi reina —dijo, extendiendo los brazos hacia mi madre. Ella lo empujó con rabia. —¡No me llames así! Estoy cansada de ti. ¿Cuántos años llevas prometiéndome que vas a dejarla? ¿Cuántos? —Ya va a pasar, amor, te lo juro. Es cuestión de tiempo. Tú sabes que a ti te quiero de verdad —balbuceó, quitándose la chaqueta y tirándola en el sofá. —¿De verdad? ¿Y las noches que no vienes? ¿Y el dinero que no alcanza? —su voz se quebró entre el reproche y la desesperación. Yo salí en silencio, me escondí en el pasillo, pegada a la pared, escuchando. Siempre hacía lo mismo: no podía evitarlo. Era como si mis oídos se hubieran vuelto guardianes de un secreto repulsivo que yo no quería cargar. —Baja la voz, que la niña escucha —dijo él, como si de pronto le importara. —¡Que escuche! —gritó ella—. Que sepa qué clase de padre tiene. El silencio que siguió fue espeso, venenoso. Y después vino lo inevitable: los insultos, el golpeteo de platos contra la mesa, un portazo. Luego, el crujido de la cama en su habitación. Yo ya sabía lo que venía después, lo que siempre venía después. Me encerré en mi cuarto y puse la almohada sobre mi cabeza, pero ni así pude evitarlo: los gemidos, los golpes contra la pared, la risa apagada de mi madre que se mezclaba con las palabras incoherentes de él. Era repugnante. Era humillante. Y lo peor era la certeza de que al día siguiente todo volvería a empezar: él se iría, ella lloraría, me culparía por arruinarle la vida, y el ciclo seguiría su curso. Me abracé a mí misma, con los ojos cerrados, deseando que ese ruido se borrara de mi memoria. Y como un reflejo inevitable, pensé en Jared. En sus ojos oscuros, en la manera en que me había mirado como si yo fuera la única persona en ese parque. En su voz grave ordenándome que caminara con él. Me aferré a ese recuerdo como quien se aferra a una cuerda en medio del naufragio. El domingo fue peor. Mi madre amaneció con ojeras, con la cara hinchada y con la voz rota, pero con la misma frase de siempre: —Esta vez sí lo voy a dejar. Y tú deberías buscar un empleo de medio tiempo. Ya estás grande. Aquí el dinero no alcanza. Deja de ser un estorbo. Me tragó las palabras. Ya estaba acostumbrada a ser la carga, la sombra inútil. Desde niña limpiaba la casa, cocinaba lo básico, cuidaba de mí misma. No esperaba nada distinto. Pero cada frase suya era como una piedra más sobre mi espalda. Me trataba como si mi existencia fuera su peor infelicidad. Constantemente me culpaba de no poder dejar a mi padre por mi, por darme un familia, como si en realidad tuviéramos una. Sin embargo, había algo distinto en mí. No me importaba lo que dijera. Mi mente estaba en otro lado. Un impulso extraño, una necesidad que no había sentido antes. Pasé horas buscando en r************* , escribiendo el nombre de Jared, pero no encontré nada. Hasta que, por casualidad, di con una foto de un compañero del colegio: el capitán del equipo de básquetbol, y ahí estaba él, en una esquina de la imagen, con esa sonrisa apenas insinuada que me hizo temblar, parecían un grupo de amigos reunidos en los bolos. Lo miré tanto que memoricé cada detalle. Y entonces se me ocurrió una idea absurda, ridícula: ¿y si iba al centro comercial? Quizás, solo quizás, él estaría ahí. Me arreglé como nunca lo hacía: me cepillé el cabello con cuidado, me puse la única blusa decente que tenía, y salí sin decir nada. Caminé por los pasillos del centro comercial como si buscara un fantasma. Miraba cada rostro con la esperanza de encontrarlo, de que apareciera de la nada y me reconociera. No ocurrió, por supuesto. Volví a casa con los pies cansados y el corazón apretado. Pero mientras me recostaba esa noche, me descubrí deseando con todas mis fuerzas que el lunes llegara ya. Nunca pensé que iba a querer volver a la escuela. Nunca pensé que alguien podría despertar en mí esa urgencia de vivir. Por primera vez, no me importaba que mi casa fuera un infierno, ni que mi madre me llamara estorbo. Tenía algo a lo que aferrarme. Y ese algo era él. Jared.
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