Capítulo 15

1508 Words
Lo que dejamos atrás Valeria. Esa tarde el viento soplaba suave, como si también estuviera agotado de cargar historias rotas. Camila y yo estábamos en el porche, cada una con una taza entre las manos. Ella acariciaba distraídamente su vientre, y yo miraba el cielo apagado con esa sensación rara de que algo se estaba cocinando adentro. No era dolor, no del todo. Era más bien… la necesidad de soltar. La observé de reojo. Había aprendido a leer sus silencios, y también había descubierto que en su presencia me sentía menos sola. ¡Como si nuestras heridas se reconocieran sin necesidad de palabras! Tal vez por eso lo dije. Tal vez por eso empecé a contarle. —Camila… nunca te conté por qué estoy aquí, por qué vivo en esta casa alejada de todo. No fue un plan. No fue algo bonito. Ella levantó la vista, curiosa, pero sin apurarme. Así que me dejé llevar. —Yo también estuve enamorada. Como tú. Tal vez más. Lo conocí en Estados Unidos. Leonardo. El nombre todavía me sabía a algo dulce… y a cenizas. —Era ese tipo de hombre que te mira como si fueras la única respuesta posible al caos de su mundo. Me enamoré sin medida. Sin red. Estuvimos cinco años juntos. Largos e intensos. Me hacía sentir segura. Vista. Pensé que, por fin, había encontrado un lugar. Hice una pausa. La imagen se me vino como una fotografía maldita: la tarde en que lo supe todo. No por sus palabras. No por arrepentimiento. —Ese día fue uno de los más felices. Habíamos hecho el amor como locos. Como si el mundo no existiera afuera de nuestras paredes. Recuerdo que él me abrazó fuerte, como si no quisiera soltarme jamás. Reíamos. Hablábamos de nuestra boda, de ser el uno del otro junto oficialmente. De comprar una cafetera nueva. Tonterías cotidianas que te hacen sentir que el futuro ya está empezando. Me quedé en silencio un instante, tragando saliva. —Y entonces sonó el timbre. Camila frunció ligeramente el ceño. —Él fue quien abrió la puerta. Pensé que sería algún vecino. Pero no. Era ella. Elizabeth. Su esposa es una rubia hermosa como una Barbie. Los ojos de Camila se abrieron con asombro contenido. Ella, con veneno, lo saludó con hola, amor. —No su ex, su esposa, la legal con papeles, con una historia, ella sabía de mí y lo hizo todo con rabia. Y ahí supe que yo era la otra. La amante. La que vivía en un mundo construido a base de mentiras ajenas. —¿Qué hizo él? —preguntó Camila con voz suave, como si temiera la respuesta. —Nada. No supo qué decir. Se quedó paralizado mientras Elizabeth me mostraba las pruebas y fotos de su boda. La dirección de su casa. De su hija. Su hija, Camila. Tenía una hija de la que jamás me habló. Me llevé las manos a la cara por un segundo. No lloraba, pero el dolor era como un eco, siempre listo para volver. —Lo eché a él, A ella o A los dos; ya no recuerdo bien, solo sabía y sentía que mi corazón se había quebrado en mil pedazos. Sentí que mi cuerpo se quebraba por dentro. Que nada de lo que había vivido era real. —¿Y tu familia? —susurró Camila. —Ah… mi familia. —Reí, amargamente—. Les llamé esa misma noche. Busqué un poco de consuelo, algo. Pero no… No lo hubo. Solo escuché frases como ¿ves lo que pasa por vivir tan independiente? “Eso te pasa por hacerte la importante”. “La vida no es una película, Valeria”. Me juzgaron. Me dejaron sola. ¡Como si yo fuera la culpable de haberme enamorado y caer en las garras de un hombre mentiroso! —Lo siento tanto… dice Camila, con sus ojos reflejados en mí. —Yo también. Pero, ¿sabes qué? Esa fue la noche en que decidí empezar de nuevo. Con dolor. Con miedo. Pero libre. Donde empieza el silencio Seguí relatando mi historia, en cómo decidí que ya era suficiente el dolor. Esa noche no volví a mi departamento. No después de que Elizabeth apareció con su anillo de casada, su seguridad brutal y esa sonrisa contenida de quien sabe que ha ganado. No después de que Leonardo se quedó en silencio, sin poder negar nada, sin tener el coraje de hablarme. Hicimos el amor como locos antes de que todo se desmoronara. Nos prometimos una vida… y minutos después, yo ya no tenía ni un lugar donde caerme de pie. Caminé durante horas. Ni siquiera sentía frío. Mis pies siguieron avanzando como si supieran a dónde ir, pero no tenía rumbo. Pasé frente a parques, estaciones de tren, cafés cerrados… el mundo seguía en pie mientras el mío se deshacía en pedazos. Al amanecer, fui a buscar a mis hermanos. Tenía la absurda esperanza de que alguien, al menos uno, notara la grieta en mi voz, el temblor en mis manos. Pero todos estaban ocupados. Con sus cosas, sus rutinas, su trabajo, sus agendas y hasta aventuras. No es que me rechazaran de frente. Peor: nadie se detuvo a ver mi dolor. —¿Otra vez con tus temas de pareja? —¿No puedes venir en otro momento? —Estoy en una reunión, Valeria, mi consejo es que te dejes de meter donde no te llaman, dijo mi gemelo… Nadie preguntó por qué tenía los ojos hinchados. Nadie me ofreció una taza de café. Nadie me dijo: «Te abrazo». Fui a ver a Stella, mi mejor amiga, desde el colegio. Pensé que, si alguien podía entenderme, sería ella. Golpeé su puerta con las últimas fuerzas que me quedaban. Me abrió con cara de sorpresa. Detrás de ella se oían risas. Amigos que podrían ser de ambas. En el interior se respiraba normalidad. —¿Qué pasó? —dijo, bajando la voz. Intenté hablar, balbuceé su nombre. “Leo… me mintió, yo no… no sabía…” Stella me miró por un segundo. Un segundo entero. Y luego dijo. —Valeria… no puedo ahora. Estoy con gente en un proyecto que debo acabar. Y cerró la puerta. Ahí fue cuando lo entendí todo. No tenía a nadie. No familia, No pareja, No amiga. Solo a mí, Solo al dolor, Solo a ese abismo que se abría sin fin. Y en ese abismo… tracé un plan. Fui a casa. Tomé una maleta. Guardé solamente lo esencial: las fotos con mis abuelos —esos que me criaron con amor de verdad—, la ropa que más usaba, y algunas libretas donde aún podía escribir lo que me quedaba del alma. Vendí lo que tenía valor monetario: mis joyas, mis relojes, los bolsos de marca que me regalaban en cumpleaños vacíos. Me deshice de todo lo que me anclaba a esa vida que ya no era mía. La empresa familiar, mis acciones, mi departamento, quien fue testigo de mi amor y traición, mi trabajo… Renuncié a todo. No fue nada impulsivo, más bien fue liberador. Me vi en el espejo y ya no reconocía a la mujer que había soportado la mentira de un hombre, la ausencia emocional de su familia y el egoísmo de quien decía ser su amiga. Y entonces el destino me mostró algo. Como un acto de misericordia, apareció un anuncio en una ventana de Internet, el cual hojeé por inercia con un café entre mis manos. “Casona en las afueras. Jardín amplio. Ideal para empezar de nuevo.” Sentí un tirón en el pecho. Así que llamé sin pensarlo y por inercia. Y cuando vi esta casona por primera vez, supe que era mi refugio. Antigua, con paredes gruesas, árboles inmensos, y un silencio que no dolía. La compré sin pensarlo mucho, porque ya había pensado demasiado. Renuncié a todo, empaqué mis libros… y vine aquí. Solo sabía que necesitaba silencio Y mucha distancia. Desde entonces, empecé a reconstruirme. Lenta, torpemente y con los codos raspados de tanto caer. Pero empecé decidida. Dije, mirando a la nada. Miré al jardín, ahora algo revuelto por el viento, pero bonito y más vivo. —Esta casa me salvó. Y también tú, Camila. No sabía cuánto necesitaba compartir mi vida hasta que llegaste. Ella me miró con ojos que entendían más allá de las palabras. Me apretó la mano y no hacía falta que dijera nada con su gesto basto. —No estás sola —le dije—. No ahora, No mientras estemos juntas en esto. Y por primera vez, después de tanto tiempo, sentí que tal vez el dolor tenía sentido. Que la soledad podía transformarse. Que el amor también podía llegar de otras formas, en otras pieles, en otras historias. Y en ese instante, mientras el sol caía despacio y el mundo parecía más amable, supe que no todo estaba perdido. Que a veces el amor y la familia elegida llegan en formas distintas. Que sanar es lento… pero posible.
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