Capítulo 18.

2696 Words
Ecos de lo que fuimos. Leonardo. Nunca imaginé que llegaría el día en que la verdad doliera menos que la mentira. Estaba sentado en esa sala fría del tribunal, mis dedos entrelazados con fuerza sobre las rodillas mientras mi abogado repasaba por última vez los documentos del divorcio. Frente a mí, Elizabeth se veía… distinta. No por fuera. Por fuera, seguía siendo la mujer que durante años fingí amar, o al menos tolerar. Pero su mirada ya no tenía ese fuego altivo, ni esa falsa ternura con la que alguna vez logró manipularme. Esta vez, solo había temor… y derrota. El juez comenzó a leer los resultados del test de paternidad. Yo ya sabía la verdad desde hacía años, claro. Me la habían entregado días antes para ratificar el resultado, el sobre que me tembló en las manos más de lo que debería admitir. Probabilidad de paternidad: 0 %. Cero. Ese número me partió el alma. No por la niña, no por mí. Sino, por el eco de todos los años en que lo supe, por cada mentira que Elizabeth tejió con una sonrisa. Yo le propuse matrimonio, aposté a una vida que jamás existió. —El tribunal declara que el señor Leonardo Black DeSantis, no es el padre biológico de la menor —dictaminó el juez. Y con esas palabras, sentí cómo se rompía algo que llevaba años pudriéndose dentro de mí. Elizabeth lloró. Claro que lo hizo. Pero no eran lágrimas de remordimiento. Eran de orgullo herido, de poder perdido. Se quedó sin herencia, sin apellido, sin su silla en la empresa. Se quedó sin mí. Nuestro matrimonio tenía un contrato prenupcial, en donde el engañado se quedaba con todo del matrimonio y que mayor que haber tenido una hija de otro. Lo que no esperaba, lo que me golpeó con más fuerza que cualquier mentira, fue lo que vino después. Una noche, ya en casa, Cal me puso una carpeta sobre el escritorio. —Tienes que ver esto —me dijo con los labios apretados. No entendí hasta que abrí el sobre y vi las fotografías. Cartas. Correos. Audios. Valeria. Mi Val. Lo primero fue una imagen: Valeria, sentada en una estación de tren, Solita, con su mirada perdida. La fecha en la esquina era el mismo día en que desapareció de mi vida. Luego vino un audio. La voz de Stella, su supuesta mejor amiga: No tengo tiempo para tus dramas, Valeria. Eres una desvergonzada, nadie te obligó a meterte con un hombre casado. Mi estómago se contrajo. Stella. Su mejor amiga le envió eso cargado de veneno. Menos mal, ella jamás lo escuchó, ya la había bloqueado. Luego, los mensajes de su hermana Verónica. Todos diciendo lo mismo, de una forma u otra. Estás exagerando, lo arruinaste todo, Es tu culpa. En uno de ellos incluso tuvo la osadía de decirle que “ella lo buscó”, que yo no tenía toda la culpa. La náusea fue inmediata. Nadie la defendió de mi traición, de mis mentiras, Nadie. Y yo… Yo no estuve. Porque estaba demasiado ciego, demasiado roto por mi propio engaño, porque ella me dejó, como para darme cuenta de que el verdadero amor de mi vida se marchaba hecha pedazos. Recorrí mi apartamento de una punta a otra, él cuál le pertenecía a ella cuando supe que ya no estaba decidí ofertar al dueño una cantidad irrisoria de dinero el cual acepto y desde ese día estoy viviendo en nuestro hogar, sin saber cómo frenar la rabia, la culpa, el dolor, cada rincón tenía algo de ella. Su risa, su perfume, su voz. Y ahora todo eso me quemaba. ¿Por qué no fui detrás de ella ese día? ¿Por qué no la busqué cuando se despidió sin decir adiós? Porque me creí traicionado… y la traicionada era ella. Mi pequeña princesa, como solía llamarla. Mi Val. Dios, ¡cuánto la amo! ¡Cuánto la amo todavía! Tomé el teléfono y marqué el número de Cal. —¿Sabes dónde está? —Sí. Pero tienes que darte cuenta de que ella no es la misma. Se levantó sola, Leo. No te necesitas. —No se trata de que me necesite —susurré—. Se trata de que yo la necesito a ella. Él no respondió. Solo respiró hondo. —Entonces prepárate, porque esto aún no termina. Pero lo que viene no es un cuento de hadas. Asentí, aunque él no pudiera verme. Sabía que no podía borrar el dolor. Ni el abandono. Pero sí podía enfrentarme a mi verdad y caminar sobre esos vidrios rotos. Uno por uno, si era necesario. Porque al final del día, Elizabeth puede haberme destruido, pero Valeria… Valeria me dio algo que jamás olvidaré: La certeza de que el amor, el verdadero amor, existe. Y tal vez, si tal vez me perdona… y si aún no es demasiado tarde. Cortando el hilo podrido. DÍAS DESPUÉS… No sabía cuánto podía doler la verdad hasta que te estalla en la cara frente a una sala llena de abogados, jueces y mentiras expuestas. El proceso de divorcio fue todo menos silencioso. Fue como una bomba que explotó en cadena, arrastrando con su onda expansiva todo lo que alguna vez creí estable: mi reputación, mi paz, y lo que quedaba de mi corazón. ya después de casi cinco dias recién todo cae sobre mis hombros. La prueba de ADN fue clara. Yo no era el padre. Ni siquiera se acercaba. Elizabeth gritó, lloró, pataleó y juró que era un error. Pero la ciencia no entiende de teatro. La ciencia no se puede comprar con manipulaciones. Y esa niña… esa niña la que siempre supe que… no lo era mía. Me sentí como un idiota, pero no lloré por Elizabeth. Lloré por Valeria. Por cómo la había perdido. Por cómo había dudado de ella. Por cómo la traicioné con mis mentiras. Cuando el escándalo salió en los medios, lo primero que pensé fue en proteger mi empresa. Pero lo segundo, casi al mismo tiempo, fue Valeria. Pensé en ella, en cómo estaría, si estaría bien… si al menos era feliz, aunque fuera sin mí. Lo que no esperaba era que, como una de esas verdades que se cuelan por las rendijas cuando todo colapsa, comenzaran a surgir los detalles de cómo su familia la trató. Gente con la que había hecho negocios. Gente con la que había compartido mesas, brindis y acuerdos. Su madre, su padre, sus hermanos. Esa gente a la que yo, como un tonto, respeté por ser su familia. Pero no eran familia. Ellos fueron sus jueces y verdugos. Me enteré de lo que hicieron. Que cuando ella más los necesitaba, le dieron la espalda. Que la acusaron de traicionarlos, de abandonar los negocios por “capricho”. Cuando ella los salvó de una ruina financiera varias veces, que ellos mismos provocaron. Que la trataron como una extraña. Que ni siquiera se detuvieron a ver su dolor cuando Elizabeth apareció en nuestra casa… la misma noche en que ella y yo habíamos hecho el amor como si el mundo se acabara. Me contaron también que su mejor amiga le cerró la puerta en la cara. Que caminó toda la noche sola. Que lo perdió todo para empezar de nuevo. Y lo más duro: que lo hizo en silencio. Con la dignidad que a todos nos faltó. Ahí entendí por qué desapareció. Ahí supe que no solo fallé como pareja… fallé como su refugio. Entonces lo decidí. Llamé a mi equipo legal. Les pedí una lista detallada de todas las empresas, propiedades, inversiones, marcas y licencias en las que los familiares de Valeria tuvieran alguna participación conjunta conmigo. —Vamos a romper todo tipo de trato comercial con los O’Neill —les dije. —¿Está seguro, señor Black? Esto podría costarle… —¿Más de lo que me costó perderla a ella no creo? Solo háganlo. Y así lo hicieron. Dejé de financiar sus restaurantes. Cancelé contratos. Cerré sociedades. Detuve líneas de crédito que sus negocios necesitaban para sostenerse. Liquidé acciones. Y para cuando el primer boletín de prensa anunció los movimientos, ya no les quedaba casi nada que los vinculara a mí. Entonces sí entraron en pánico. La hermana de Valeria intentó contactarme. Me escribió como si fuéramos amigos. Me habló de “malentendidos”, de “lealtad familiar”. La bloqueé. Su padre llamó a mi asistente. Pidió una reunión urgente. Le dijo que tenía “propuestas de expansión”. Le pedí a mi asistente que le respondiera que no hago negocios con traidores. Su madre… ella me escribió una carta. Una que nunca terminé de leer. Vi la caligrafía perfecta, con esas curvas hipócritas llenas de veneno disfrazadas de nostalgia. La rompí en dos antes de llegar al segundo párrafo. Y me arrepiento, no. No me arrepiento. Pero si algo me enseñó este proceso es que el amor no se mide en cenas familiares o contratos firmados. El amor se demuestra cuando el otro se está cayendo a pedazos… y tú decides sostenerlo con las dos manos. Yo no estuve ahí para sostener a mi mujer, a mí Valeria. Pero juro por todo lo que soy… que ahora nadie volverá a usar su nombre sin que yo esté para defenderlo. Ella está lejos. No sé si alguna vez me perdonará. Pero me queda la paz de saber que al menos hice justicia. No la de los tribunales. Sino la del corazón. Porque la princesa que ellos despreciaron… fue, es, y será lo más valiente que he conocido. Y aunque yo no esté a su lado para tener a nuestro futuro hijo —si es que los podré tener con ella —, al menos sabré que corté el hilo podrido antes de que pudiera seguir haciendo daño. Valeria florecerá sin ellos. Y si un día la vida me permite volver a verla, aunque sea de lejos… quiero que me mire sin miedo, sin rencor, y sepa que no me quedé quieto. Porque por fin entendí lo que ella me enseñó en silencio: amar también es saber irse… pero a veces, también es saber quedarse firme, aunque te quedes solo. Y yo, por ella, me quedo. Firme y leal a ella. El precio del desprecio. 6 meses atrás. El despacho del señor O’Neill, era un espacio silencioso que ya no imponía como antes. Las paredes llenas de diplomas, reconocimientos y fotografías familiares ahora parecían burlarse de él. Delante de su escritorio, la señora DeSantis sostenía una taza de café temblorosa entre los dedos. Llevaba días sin dormir, y las ojeras hundidas en su rostro delataban lo que jamás admitiría en voz alta: el mundo se les estaba derrumbando. —Esto tiene que ser un malentendido… —dijo ella, con la voz hueca. —No lo es — interrumpió, con el tono seco que solía usar en las reuniones de accionistas—. Hernán O'Neill levantó la vista, furioso. Héctor y Caleb solo miraban con una total indiferencia a sus progenitores. —¿Y tú qué crees que hiciste vendiéndolo todo a nuestras espaldas? ¿Aliándote con tu hermana, esa maldita ingrata? Héctor lo miró con frialdad. La misma frialdad con la que había sido criado. —No me alié con ella. Me alié con mi conciencia. Algo que, por cierto, tú nunca tuviste. Caleb permanecía de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. No hablaba, pero tampoco defendía a sus padres. No había nada que defender, ya que él había tomado la misma decisión que Héctor y Valeria. —Ella se fue… hace siete meses —dijo finalmente, sin apartar la mirada del jardín descuidado—. Y nadie se dio cuenta. Ni ustedes, ni Stella, ni yo. La única persona que nos salvó de la bancarrota en innumerables ocasiones, la que revivió las marcas, la que puso su alma en este imperio… y ustedes la crucificaron. La señora DeSantis parpadeó con violencia, como si esas palabras pudieran borrarse si no las reconocía. —Valeria actuó por impulsos… nos traicionó. Se fue por ese hombre… —¡Ese hombre fue el único que al menos intentó hacer algo por ella! —espetó Caleb—. Ustedes la empujaron a desaparecer. Y ahora que Leonardo les dio la espalda, ¿ahora la extrañan? HERNÁN O'NEILL golpeó el escritorio con el puño cerrado. —¡No necesitamos su dinero! ¡Tenemos años de historia y alianzas! ¡No se puede destruir un legado por una maldita mujer dolida! —Pues ese “legado” se está desmoronando —dijo Héctor con un tono ácido—. Y sí, se puede destruir por una sola persona, cuando esa persona era la que sostenía todo, mientras ustedes se ocupaban de cuidar apariencias. Los procesos legales los estaban asfixiando. Demandas por incumplimientos de contrato, congelación de cuentas, inversionistas retirando fondos. O'Neill ENTERPRISE, el monstruo que había dominado durante décadas el mercado del entretenimiento, estaba sangrando. Y no había transfusión que lo salvara. Todo empezó con el divorcio de Leonardo Black. La noticia de que él no era el padre de la hija de Elizabeth, y que el ex de Valeria, hizo temblar los cimientos de la credibilidad pública. Pero lo que lo terminó fue la decisión del magnate de cortar todo vínculo financiero con los DeSantis. Literalmente. La bomba fue detonada en silencio por Héctor y Caleb, quienes, cansados del desprecio de sus padres, habían vendido sus participaciones, liquidado fondos ocultos y terminado alianzas que se sostenían en convenios tácitos, no en afecto. Hicieron lo que su hermana hizo meses antes: se fueron, pero ellos verían con sus ojos el desmoronamiento de su familia. Lo que los O'Neill - DeSantis no sabían era que esa decisión también incluía cortarles la última cuerda de seguridad que les quedaba. —¿Dónde está? —preguntó la señora DeSantis con voz rota—. ¿Dónde está nuestra hija? —¿Ahora les importa? —Héctor levantó una ceja—. Cuando tocaban la gloria con sus amigos, la despreciaban. Cuando se fue sola, y destruida, ustedes se quedaron firmes, sin moverse. Cuando Stella le cerró la puerta, cuando ustedes ni preguntaron por qué no volvió a trabajar o cómo nunca más volvió a sus cenas o cómo Verónica la llamó una patética mujer sin paz ni moral. Héctor mira a Caleb, quien entiende y lo dice – así una problemática y una persona destructiva sin paz interior. ¿Y ahora quieren saber? No sean hipócritas 😒. —Dinos, dónde está —Hernán se puso de pie, más pálido de lo habitual—. Podemos solucionarlo. Podemos hablar con ella. Caleb se giró por primera vez hacia ellos. —Valeria no quiere ser encontrada. Y créanme… ahora la entiendo perfectamente. Hubo un silencio que pesaba como plomo. —Ella… ¿Está bien? —preguntó la madre, con los ojos humedecidos—. ¿Está a salvo? Jajajajajajaj, como si te importara, jamás nos viste como tus hijos, bueno, solo a Verónica. Tu hijita dorada. Pero no te preocupes, ella está perfectamente. —Más que nunca —respondió Héctor con una sonrisa casi irónica—. Tiene una casa hermosa, está por iniciar su emprendimiento, y va a ser madre. Pero no se preocupen… cuando nazcan su bebe, no les pondrá nuestros apellidos. Ni uno. Hernán O'Neill se dejó caer en la silla como si le hubieran quitado el alma. La mujer sollozó en silencio, haciéndonos creer que le importa, hasta que se levantó y gritó que por culpa de esa maldita mocosa la vida de su pequeña hija se vería pausada. Y por un momento, la gran familia O'Neill - DeSantis se vio como lo que realmente era: un montón de escombros decorados con oro. Caleb y Héctor caminaron hasta la puerta. —Ella no los necesita. Pero yo necesitaba ver esto. Verlos caer para entender cuánto daño hicieron. Héctor lo siguió sin mirar atrás. Y los dejaron ahí, solos, entre el eco del fracaso y el sabor amargo del arrepentimiento. Porque a veces, perder a una hija no ocurre cuando se va. Ocurre cuando dejas de mirarla como tal.
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