Capítulo 25

2074 Words
Mi nombre, su apellido… y esta nueva vida Valeria Nunca pensé que llevar el apellido de un hombre me haría temblar las manos. Pero mientras firmaba ese papel, mientras el juez nos declaraba marido y mujer, sentí un vértigo que me subió desde los pies hasta el pecho. No era miedo. Era algo mucho más profundo. Una sensación de estar sellando mi lugar en el mundo. Con un hombre que, después de todo, eligió quedarse. Elegirme. A pesar de todo. Soy Valeria Black ahora. Y aún me estoy acostumbrando. Desde que Leonardo me pidió matrimonio, todo ha cambiado. No por el acto legal o la ceremonia —que fue preciosa, íntima, llena de silencio y miradas que lo dijeron todo— sino por lo que significó después. La manera en la que él comenzó a moverse por la casa. ¡Como si ahora si fuera suya! Como si no tuviera que pedir permiso para cuidarme. Se despierta antes que yo. Me prepara el desayuno, aunque se le quemen las tostadas. Me cubre con una manta si me duermo en el sillón. Habla con los bebés. Les cuenta historias de cuando vivía en San Petersburgo, y les promete enseñarles a esquiar cuando apenas empiecen a caminar. Yo lo escucho de y me dan ganas de llorar. Porque después de todo, él eligió ser su padre. Incluso si no tiene certeza. Incluso si hay un rostro que yo no recuerdo y que aún puede volver. Cuando me contó lo que descubrió su equipo, sentí que se me cerraba el estómago. Un hombre con conexiones oscuras. Una noche de debilidad. Una despedida forzada antes de huir de todo. Ni siquiera sé si fui víctima de algo más que mi inconsciencia. No recuerdo su rostro, menos recuerdo su nombre. Solo la sensación amarga de haber tocado fondo. ¿Y si ese hombre me buscaba? ¿Y si me eligió por una razón? ¿Y si mis bebés son parte de algo mucho más grande y oscuro de lo que imaginaba? Leonardo me prometió que se encargaría. Que no permitiría que nada me tocara. Que este matrimonio no era solo por amor, sino por protección. Que al ser su esposa, y los bebés, sus hijos, cualquier amenaza quedaba bajo su jurisdicción. Y yo, aunque temblaba por dentro, le creí. Debía o no creerle, y yo decidí hacerlo. Hoy es la primera mañana que despierto sabiendo que soy su esposa. Y que, si todo va bien, en pocas semanas me convertiré en madre. No sé si estoy preparada para nada de eso. Pero me levanto igual. Camino hasta la habitación que preparamos para los gemelos. Camila la llenó de tonos neutros, cuadros de animales, y una mecedora de madera antigua que restauró Caleb junto a Camila y los bebes. Toco las cunas vacías. Imagino sus cuerpos diminutos ahí dentro. Y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin culpa. Ellos merecen esta vida. Esta es la paz que necesita por ahora y Esta familia que tanto anhelaba. Incluso si una parte del pasado sigue siendo una mancha borrosa en mi historia. Leonardo entra unos minutos después. Me encuentra mirando por la ventana, acariciando mi vientre. —¿Estás bien? —me preguntó en voz baja, como si el silencio fuera sagrado. Asiento. No quiero mentirle. —Estoy asustada… pero también feliz. No sé si eso tiene sentido. Él sonríe, mientras se acerca, y me abraza por detrás, apoyando su mentón en mi hombro, poniendo sus manos en mi vientre. —Tiene todo el sentido del mundo. Así se siente vivir cuando uno ha sobrevivido a tanto. Lo miro. Y le creo. A veces, mientras duermo, sueño con un hospital lleno de luces. Con un parto tranquilo. Con sus manos sosteniendo las mías. Con dos llantos distintos llenando el cuarto. Y otras veces sueño con un hombre sin rostro. Con manos frías. Con una risa que no reconozco. La diferencia es que ahora, al despertar, ya no estoy sola. Leonardo está ahí. Con su pecho fuerte, con su mirada firme. Con sus decisiones rápidas. Con sus brazos listos para sostener todo lo que yo no pueda. Y yo me dejo amar. Porque he pasado demasiado tiempo huyendo. Y por fin encontré un lugar donde quedarme. Afuera empieza a llover. Leonardo dice que es una buena señal y yo no sé si lo es. Pero hoy… quiero creerle. Porque esta casa ya no es un refugio. Es nuestro hogar. Sombra sin pago Narrado en tercera persona El nombre en la lista de invitados no era el suyo. Jamás lo había sido. Pero se coló igual, vestido de traje, con una copa en la mano y la mirada fija en ella. en Valeria. Había sido contratado semanas antes. La instrucción era clara: debía acercarse a ella durante su fiesta de despedida, entablar contacto, ganarse su confianza, sacarla del evento… y desaparecerla. Un trabajo como tantos otros. Limpio y rápido. Sin rastros. La paga prometida era generosa. Demasiado como para hacer preguntas. Demasiado como para decir que no. Pero todo empezó a torcerse desde que entró en ese hotel de lujo en Manhattan. Los niveles de seguridad eran excesivos. El personal del hotel había recibido instrucciones estrictas sobre quién podía acercarse a Valeria. No lo sabían entonces, no obstante que Leonardo —aunque ya distanciado de ella— había dejado personas pendientes de su seguridad después de su salida del lugar, por si algo salía mal. Marlow —nombre de guerra, nunca el real— intentó acercarse. Dos veces. Una, cuando Valeria se dirigía sola al baño. Otra, cuando salió a respirar al balcón, lejos del bullicio. Ambas veces, un guardia vestido de camarero apareció de la nada y se paró en su camino. Le sonrió, le ofreció una copa… y se aseguró de que regresara a la pista de baile. No hubo oportunidad. Ni siquiera logró hablar con ella. La frustración creció cuando intentó sobornar al portero para acceder a los ascensores privados y casi lo logró. Luego la vio en el bar libre del hotel y fue su oportunidad. Siempre fue limpio en sus trabajos. La llevó a una habitación al azar, en un estado de ebriedad notable, pero había algo más, hasta que ingresó y la empujo a la cama, sacó su arma con un silenciador. Fue entonces cuando todo se vino abajo: revisó su teléfono, su cuenta privada y nada, ni un centavo de más. Solo eso, le bastó a Marlow para entender que había sido engañado. Antes de irse, una idea cruel surcó su mente, solo pudo posarse sobre ella, besarla y cuando despojó toda su ropa, todo se fue a la mierda, porque el personal de seguridad la buscaba por todo el hotel. Su contacto le indicó que debía salir de inmediato. Corrió al final del pasillo y vio a seguridad ingresar. Esa noche se marchó sin cumplir su cometido. Pero juro que lo pagarían. Esa noche decidió desaparecer. Pero no lo olvidó. No olvidó su rostro. No olvidó el sabor de la derrota. Y no olvidó que, por primera vez, un encargo lo había expuesto. El error fue no matarla Tercera persona La sala estaba a media luz, con las cortinas cerradas, a pesar de que afuera el día brillaba. El aire olía a encierro, a miedo, a sudor. —Nos equivocamos —dijo el hombre de unos cincuenta años, con la mandíbula tensa, las manos crispadas sobre el respaldo de la silla. —¿Recién ahora te das cuenta? —replicó una mujer delgada, de la misma edad del hombre, cruzada de brazos, con el cigarro temblándole entre los dedos—. Te dije que no nos metiéramos con esa clase de gente. —¡Ella debía estar muerta! —espetó él, con un golpe seco a la mesa—. Era lo más fácil… nadie la hubiera buscado. Había desaparecido del radar. Era perfecto. —Perfecto hubiera sido si Marlow no hubiera fracasado —gruñó la mujer, tirando el cigarro en un cenicero colmado de colillas—. ¿Por qué, mierda, no se quedó en su agujero? Porque no se le pagó, claramente. Porque cuando contrataron al tipo, pensaron que podían manipularlo como a los demás que cometieron pequeños atentados a Valeria a lo largo de los años. —Estábamos seguros de que estaba muerta —susurró él, como si al decirlo en voz baja pudiera convencerse—. Todo indicaba que la habían sacado del mapa. Ni una llamada. Ni una carta. Nadie sabía nada. Hasta qué… —Hasta que aparece embarazada y casada con ese bastardo de Black —lo interrumpió ella, fulminándolo con la mirada—. No, solo no la mataron… ¡está mejor que nunca! El silencio se apoderó de la habitación. El tipo se dejó caer en el sillón, cubriéndose el rostro con ambas manos. Ya no tenían el control. Y lo sabían. Marlow había enviado un mensaje claro. Primero, una carta sin remitente, con una foto de su hija dorada en una de las tantas reuniones sociales. Luego un mensaje de voz donde decía, con voz seca y pausada: —No cumplieron su parte del trato. Yo tampoco lo haré. Y ahora vamos a jugar al gato y al ratón. Desde entonces, el terror se instaló en sus huesos. Ella no dormía. Él apenas comía. Las cuentas empezaban a tambalearse, los inversionistas después de la renuncia de su mayor socio se esfumarán y los gastos desmedidos de su princesita de oro, junto con los errores, se acumulaban como piezas mal colocadas en una torre a punto de derrumbarse. —No debimos confiar en un asesino a sueldo —dijo él, por quinta vez esa semana. —No debimos subestimar la suerte, de la bastarda de Valeria —corrigió ella, con un nudo de rabia en la garganta—. Esa chica… nos salvó de la ruina más de una vez. —Y, aun así, quisimos desaparecerla. ¿Te das cuenta? Fuimos nosotros. ¡Nosotros! El silencio cayó como plomo entre ambos. Ella se levantó de golpe, caminando por la sala con los pasos descalzos sobre el mármol helado. —Hay que hacer algo. Si Marlow sigue apareciendo, si sigue exigiendo lo que no le dimos, va a delatarnos. Y no solo ante Leonardo… sino ante la justicia. —Ya sabe demasiado. —¿Crees que no lo he pensado? ¡Claro que lo he pensado! —gritó ella, tirando un florero contra la pared—. Está jugando con nosotros. Quiere vernos caer. Y si cae uno… el otro le sigue. Los dos sabían que la fortuna de Valeria estaba blindada ahora. Los contratos que en su momento ella había firmado les daban acceso parcial a ciertos beneficios, pero tras su desaparición. Y con la posterior venta de todos sus activos, acciones y el rompimiento de su compromiso. —Todo había quedado anulado. Sus abogados actuaron con rapidez. Y ahora, con Leonardo cerrando todos nuestros negocios, contratos y cuentas corrientes, todo era inaccesible. El plan había sido perfecto… hasta que la ambición les nubló el juicio. —¿Y si habla con la prensa? —susurró ella, más blanca que la blusa que vestía— ¿Y si cuenta que quisimos deshacernos de ella? ¿Qué la droga que consumió esa noche… fue puesta por orden de nosotros? —¡Cállate! Grito a su esposo. —¡No! —gritó ella, ya al borde del colapso—. ¡Fue idea tuya! ¡Tú lo propusiste, tú buscaste a ese tipo, tú lo sobornaste! Yo solo… —¡Tú no hiciste nada para impedirlo! Querida mía. También quieres el dinero de tu sobrina, el dinero que tus padres le dieron solo por ser hija de ella. Y mía, algo que jamás entendiste. Se quedaron mirando, por las palabras dichas, que, aunque duras, eran ciertas. Dos almas podridas por dentro, con cientos de secretos. Dos rostros que se creían invencibles. Y ahora eran poco más que sombras. —Tenemos que huir —murmuró él. —¿Y dejar todo? —¿Qué importa el dinero si estamos muertos? Ella se desplomó en el sillón, tapándose el rostro con ambas manos. La peor decisión no fue haber intentado desaparecer a Valeria. La peor decisión fue haber fallado. Y ahora la culpa no era su castigo. Y el miedo a su estilo de vida. Y el miedo comenzaba a darles órdenes que los hacían correr de un lado a otro.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD